21. Toros en la Habana


     El bar Escauriza estaba a rebosar. Los parroquianos miraban de reojo hacia la calle. Las colillas, el aserrín, las chapas, cubrían el suelo; el olor de los camarones se mezclaba con el aroma hondo del café; hasta el techo subía el humo de los cigarros y, desde allí, las aspas del ventilador lo retornaba como aire calentón. Don Juan y Pastorín entraron en el local. El capitán saludó al dueño, un asturiano elegante que, con la mano sobre la caja registradora, contemplaba satisfecho el hervidero de su negocio. Pastorín le pidió dos cafés. “Okey capitán. A precio de costo”. Sonaron cerca los tambores. Los mozos de cerillas, los camareros, se asomaron a la calle. Pasaba la banda. Por encima de los sombreros de la gente agolpada ante la puerta, aparecieron los trombones. Don Juan y Pastorín cambiaron una mirada. El pasodoble, la música de la raza. Hacía mucho tiempo que no oían esa melodía injertada en sus memorias.
El bar empezó a vaciarse. Muchos se fueron tras los uniformes y las blancas gorras de los musicantes. Salieron don Juan y Pastorín a una tarde clara, sin nubes. Ejercían sus funciones los mil pícaros de la rúa habanera: revendedores, barquilleros, tachines, descuideros, mendigos, lecheros, aguadores. Terminada la calzada de Belascoaín, llegaron a la entrada principal de la plaza de toros. Por más que don Juan lo intentaba, no podía encontrar en ella nada destacable: su construcción sencilla, las paredes encaladas de blanco, los ventanales arqueados de la segunda planta, la hacían indistinguible de cualquier otra de España.
El palco de los Gamazo se hallaba junto al presidencial. Don Juan, una vez sentado, se fijó en el redondel. Acostumbrado al albero, le sorprendió aquella arena azucarada sobre la que podrían batir en cualquier momento las olas esponjosas. Fulguraba el tendido de sol como un tapiz de grillos engrasados y sombreros de yarey. En el de sombra, envuelto por la niebla azul que despedían los cigarros, dominaban las ropas pardas, las mantillas galanas, los sombreretes parisinos.
Sonaron aplausos corteses, emergió el uniforme gris de don Ignacio María. La banda tocó el himno nacional con énfasis de trompetería un tanto espasmódico, como si al director le hubiera dado un ataque de tos. Acabada la música, el capitán general saludó militarmente, circundó con su mirada a la muchedumbre y tomó asiento. En pie, tras de él, permanecía un ayudante. A su lado, el alcalde Farias y dos graves señores dirigentes de la peña taurina “Príncipe de Triana”. Comenzó la corrida...Se movía inquieta la gente del callejón. Los mozos ordenaban los capotes, disponían  muletas y botijos. Afianzaban los toreros sus zapatillas en la arena, encajaban con fuerza las monteras, miraban agudamente a los tendidos. El clarín anunció la inminente salida del toro. Un portazo brusco, un chirrido de goznes, una nubecilla de polvo, precedieron a la irrupción del heraldo negro condenado a morir. Tenía la frente rizada, la cuerna veleta y una mancha blanca en el pecho. Había viajado en barco desde Méjico, fue criado en las dehesas de Tijuana. Deslumbrado por la furia de la luz, concentrada la rabia en las astas, arremetió contra una nube rosa que aleteaba al fondo, donde el círculo se oscurecía. Retiró el capote el peón; el animal tuvo que frenar para no incrustarse contra las tablas; levantó el hocico arrastrándolo por el canto de las maderas, husmeó el clamor, el humo, los perfumes; vio los grandes huecos negros de la libertad abiertos en los tendidos. Tomó impulso, saltó el burladero, cayó al callejón. Gritaban las mujeres, corrían los mozos. El dolor en el cuerno astillado. Al pasar por el tendido de sol, la gente daba grandes golpes en el latón de las barreras para que saltara más si podía, para que les cogiera a ellos, que se creían protegidos. El ruido cesó cuando una puerta imprevista lo devolvió al ruedo. Rafael Guerra, Guerrita, lo llamaba..., el noble acudía, se desplazaba hundiendo la cabeza detrás del percal rosa. El animal había recuperado el orden tras la violenta salida. Después de tantos sobresaltos, al fin un compañero, alguien que se alegraba de que él corriera, que le enseñaba un trapo, y se defendía sólo con colores. Vio apostarse en los flancos de la plaza a dos gruesos centauros. Su aliado lo puso debajo del caballo; le alcanzó primero una punzada quemante, luego un hierro infernal en el lomo. Había que empujar y quitarlo de allí. El cuerno derecho se introdujo en una panza viscosa, el caballo dobló las patas delanteras, sus tripas se mezclaron con la arena. El toro corrió hacia un quite. Le salía del morrillo la sangre en gruesos borbotones, derramándose hasta las patas. Debilidad en todo el cuerpo, vacío en la cabeza... Rafael, apoyado en el burladero, se enjuagaba la boca. Sabía que el gobernador le estaba juzgando. No podía quedar mal. Iba a dar una tanda de derechazos bajo el palco de honor. Después los naturales; el brazo desmayado, como le gustaba a don Ignacio. Como remate, una estocada hasta el puño. En la recepción le pediría que destinaran a su sobrino a un puesto tranquilo en la Intendencia de la Habana. Ahora se encontraba en Santiago, expuesto a salir al campo en las escaramuzas.Hubo un clamor en la plaza. Salió el banderillero de la tierra, el único que el Caribe había aportado a la fiesta: “Barquerito de Mariel”. Negro aguado, pómulos altos, figura de tábano. Le adoraban como a un ídolo, no sólo por la tauromaquia, sino por ser cantante popular, presente en todas las fiestas. Tan grande era su afición, que abandonaba la orquesta el  mes previo al inicio de la temporada para hacer ejercicios gimnásticos y comportarse ante el toro. El inocente se fijaba en el banderillero, plantado como una estatua junto a las tablas. Jadeaba, solo en el centro del ruedo, con larga lengua blanquecina. Las praderas, los alcornoques, el agua fresca de Méjico. Barquerito birló su cuerpo en tres ocasiones, le clavó tres pares en el centro del cráter de sangre. “Desencajada sombra viva, los huesos de la piel me desclaváis”. Rafael se dirigió al palco para “brindar a Su Excelencia la muerte de este toro”. Don Ignacio María se levantó muy despacio y saludó con gesto animoso al torero. Don Juan, al margen de lo que opinara de la fiesta, tenía un interés vivo por Guerrita que, además de paisano, era una leyenda. Quería prestar atención a la faena de muleta.   El público pidió música. El toro vio acercarse a Rafael. Olfateó las glándulas del miedo en el bulto rosa y oro. Oyó que el torero lo llamaba. Embistió con ansias de aniquilar al jefe de sus heridas. Rafael aguantó el primer viaje, disolviéndolo en una calma de caricias y de seda. Los naturales salían como vuelan los pájaros, como ríen los niños. La plaza se despeñó en un grito comunal. Pastorín, con los brazos abiertos, volcaba el cuerpo sobre la barandilla. Don Juan aplaudía brioso y emocionado; supo entonces que el arte verdadero suspende el correr del tiempo y, en un instante, transfigura el mundo. Este juego de dominio donde la vida es el premio, le parecía ahora la cumbre de la civilización, el verdadero respeto al animal. Se consideraba acólito de un rito que ensalzaba a la bestia como cómplice en una causa superior: hacer surgir la belleza. Rafael volvía a ver la mirada del toro. Estaba dispuesto a creer que  aquellos ojos despavoridos por el dolor albergaban un alma. Cuando la onda de aire, al pasar la mole negra por su lado, le presionó el bajo vientre, sintió la necesidad de dar una buena muerte al pobre animal hermano.El mártir no embestía con la misma pujanza. En la frente se abrían paisajes soñados de su juventud. Ya no sentía la brecha en el costado. Sed, ganas de terminar, de dormir. Se quedó quieto, mirando con la boca cerrada la extraña danza que iniciaba el torero con un rayo de plata en la mano, apuntándole. Un silencio total.Lo vio venir derecho hacia él. Cuando quiso reaccionar, una delgada y fría señal atravesó su piel con un estallido de venas ardiendo. Pastorín exclamó al ver la estocada: “Lo ha matado cara a cara, como un valiente”. Don Juan pensó que en realidad lo había degollado.  Acabó el arte; aquello no era un juego, sino un funeral, el espectáculo feo, villano y repugnante que se venía representando desde las bodas de doña Urraca. El inocente arrojaba sangre turbia por la boca, la testuz caída y delirante.Un corro de peones inició la rueda de capotes. Rafael reprimió un gesto de compasión, compuso una actitud erguida y triunfante. Miró al Capitán General. Éste, con la montera debajo del brazo, aplaudía entusiasmado.

Cuando Guerrita daba su triunfal vuelta al ruedo con las dos orejas, Pastorín, al pasar la mirada por el tendido cercano, reparó en un hombre que no aplaudía; iba escalando − tenso, encorvado − las gradas justo debajo del palco de honor. Llevaba ropas peninsulares, sombrero hongo. Algo no encajaba..., hacía mucho calor para ir tan vestido. Debajo del sombrero le sobresalía el pelo rojo. Otra vez volvió a mirarle; ya estaba cerca del lugar en el que don Ignacio comentaba la faena con sus acompañantes.
Pastorín saltó la verja que cerraba el palco de los Gamazo; se dirigió hasta el presidencial corriendo por la galería. Allí pegó un empujón al ayudante y le gritó a don Ignacio: “¡Al suelo!”. En ese instante trataba de colocarse el pelirrojo en la grada inmediata, a unos metros del gobernador. Dos policías de paisano sacaron la pistola y apuntaron a Pastorín. El capitán general, todavía sin entender qué hacía el marino, había retrocedido hacia el interior, lejos de la barandilla. “No tiren, es amigo” exclamó don Ignacio. El pelirrojo inició una carrera por el tendido aprovechando que la gente permanecía en pie aplaudiendo; buscaba una boca de salida. Pastorín fue tras él seguido por los policías. El pelirrojo llegó al patio de caballos, lo cruzó como una liebre, atravesó el matadero y tropezó con los garfios que iban a sostener las reses en canal tras la corrida. Se recuperó y salió volando. Pastorín no podía correr tanto, los policías tampoco. El pelirrojo trepó por la pared que daba a los corrales y saltó a la calle.
− ¿Qué ha pasado, capitán? − le preguntó don Ignacio María a Pastorín, cuando éste volvió a la plaza.
− El anarquista ha intentado atentar contra usted. Se nos ha escapado. Es uno de los catalanes. Me extraña que sea el pelirrojo, el más fácil de identificar.
− ¿Tiene usted una descripción fiable?
− Sí, por completo, mi general. Sería capaz de dibujarlo. Debemos distribuir copias por todas las jefaturas.
− Bueno, tengamos la fiesta en paz. Música, y que siga la lidia.

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