11. Entrevista con la bruja


    Don Juan, junto a los rusos durante la ceremonia, escrutaba el grupo de gente que rodeaba a Bayard con la esperanza de descubrir a Catalina. Pero en vano, porque al senador no le acompañaba su hija. Había pasado casi un mes desde su desaparición. Olga, que captó la dirección y el sentido de las miradas de don Juan, le susurró:
− Tengo noticias de que Kate lleva dos días en Washington. Me extraña que hoy no acompañe a su padre.
Cuando bajaban del estrado, Nicolai le preguntó:
− ¿Estás preocupado?
− Sí. No quiero que se me escape Jessop.
− ¿Todavía con eso?… Pues allí lo tienes - dijo el ruso volviéndose un poco hacia su derecha y señalando con la barbilla a un grupo de gente que se aproximaba.
El banquero, rodeado por tres torres masónicas, se hallaba ya a unos veinte metros. Don Juan dejó plantado a Nicolai y caminó rápido hacia el grupo. Cuando Jessop le vio acercarse, fue hacia él con la mejor sonrisa, patente en ella un filo de desprecio:
− Recibí su nota. Lamento las molestias que le he ocasionado.
− ¿Tiene lo que le pedí? - le preguntó seco don Juan.
− Sí.
− ¿Por qué ha maniobrado tanto para que no consiga pagarle?
− Ya le dije que en mi banco no éramos muy amigos de su gobierno.
− Pero me los prestó usted, no su banco, y aseguró que íbamos a ser amigos. A los amigos no se les coacciona.
− ¿Quién le ha coaccionado?
− ¿Cómo sabía el general Grant que yo tenía problemas con el juego, si sólo he jugado con usted, y una vez?
− Había más gente aquel día.
− ¿Me toma por imbécil?
− Digamos que le tomo como adversario político − dijo Jessop en tono imparcial − . De todas formas, no me sobra tiempo para ocuparme de pequeñas deudas − concluyó con aire de superioridad.
− Para entrevistarse con Agramonte sí tiene tiempo.
− Mantenemos estrechas relaciones con nuestros amigos los masones cubanos. ¿No pretenderá controlar mis amistades? Yo no me ocupo de sus compañías de trabajo, ni de las de placer… – y brilló un destello casi soez en la mirada de Jessop.
− Es inútil seguir…
Don Juan sacó dos sobres de su bolsillo. Ni Nicolai ni los guardianes de Jessop prestaban atención. El banquero le miraba con una sonrisa irónica y fría.
− ¿No pretenderá usted pagarme aquí, en público?
− Eso es lo que pretendo, y si usted se niega tendré que llamar al embajador de Rusia para que sirva de testigo.
Jessop dudó un instante, miró a los masones, y sacó los pagarés de su chaqueta con discreción . Los introdujo entre las hojas del discurso que acababa de leer. Se los dio disimulados entre dos de ellas. Don Juan hizo como si leyera las hojas por encima y le devolvió los sobres con el dinero de la misma forma.
− No hay nada personal en todo esto, estamos en distintos campos de batalla, sencillamente – dijo Jessop con tono conciliatorio.
Don Juan le dio la espalda y se dirigió hacia donde estaba Nicolai.

Al día siguiente fue a casa de Bayard. Le abrió Sally. La doncella se compuso el delantal y bajó los ojos. Don Juan le preguntó por Catalina.
− Ya ha llegado de Wilmington… si quiere le aviso, pero tiene visita.
− ¿Está en la biblioteca?
− No, en su habitación. En la biblioteca la aguarda "madame" – dijo Sally con voz forzada, como si se avergonzara de haber usado ese nombre.
Después de dudarlo, la doncella decidió avisar a Catalina. Don Juan dejó el sombrero en el vestíbulo y se acercó a la escalera. Miraba hacia arriba esperando noticias. Sally bajó, le dijo que Catalina no podía verle ahora. En ese momento, salió de la biblioteca una mujer gorda, de ojos verdes y ropa estrafalaria. Se dirigió hacia él mirándole sin sorpresa, con una leve sonrisa, casi una mueca. Levantó levemente la mano izquierda a modo de saludo.
− Me llamo… − comenzó a decir don Juan.
Pero ella volvió a levantar la mano, esta vez para imponer silencio. Le tomó del brazo y le condujo al interior de la biblioteca. Desprevenido por la autoridad que mostraba la mujer, se dejó llevar. De cerca pudo ver que era bizca de uno de sus enormes ojos verdes, fijos en don Juan sin parpadear, con una insistencia penetrante, no del todo humana. Blanca como la leche y edad imposible de determinar, llevaba un vestido gris que cubría con una mantilla de dragones orientales. La biblioteca olía a un dulzón aroma parecido al azafrán. La mujer soltó el brazo del embajador, se dirigió a un tarro humeante sobre una mesita y sopló en la brasa. Entre la niebla de aquel incienso, miró a don Juan con rigidez de máscara, entornando un poco los ojos, como si tratara de ver dentro de él, o quizás de hipnotizarle. Por fin, dijo:
− Tomemos el té.
− Sólo he venido para ver a Catalina, y ahora no puede recibirme.
− Usted ha venido a conocerme... Siéntese, la vida es corta, señor embajador.
− ¿Cómo está Catalina?
− Mucho mejor. Ahora lee, medita… creo que respira hondo.
− ¿Cómo sabe usted quién soy?
− Le ha descrito muy bien Kate… Su nombre es Valeégga – pronunció con el más estudiado y auténtico acento francés.
− Y el suyo, Helena Blavatsky.
− Ese es el último, por ahora.
− He leído su libro. Está bien escrito, pero la materia es oscura.
− No es la materia, sino el alma turbia la que la oscurece.
− Usted cree tener poderes psíquicos – dijo don Juan.
− ¿Y usted, no los tiene? ¿No tiene poderes psíquicos el que se cree Dios creando el mundo en una novela? Porque usted escribe novelas, ¿verdad?
− Sí, pero no es mi intención imitar a Dios.
− ¿Qué sabemos verdaderamente de nuestras intenciones?
− Yo sí creo que lo sé, igual que sé que carezco de poderes psíquicos.
− ¿Qué opina usted de los que los tenemos?
− Infantilismo.
− Eso opino yo – dijo la Blavatsky
− Claro.
− Su primera reacción ante mi Isis es característica de este siglo, tan negado para el misterio, tan dado a la incredulidad, a la refutación.
− ¿No es también su siglo?
− He vivido en otros siglos. No puedo librarme todavía del lapso de vida humana que me ha correspondido.
La Blavatsky se sentó en el mismo sillón que él ocupaba durante las traducciones; replegada, confundida con el respaldo negro, era sólo una sombra en la que brillaban dos ojos fosforescentes, como los de un animal de noche. Un delgado escalofrío recorrió la espalda de don Juan.
− ¿Estoy loca?
− Está equivocada, y me temo que equivoca a Catalina.
− ¿Qué sabe usted de ella?
− Que es una mujer extraordinaria y que es buena, sobre todo que es buena de corazón.
− De acuerdo, es una elegida. No todos pueden llegar a la liberación, debe estar contenta, pero hay que pagar un precio.
− ¿Qué precio?
− El amor es un obstáculo, el recurso desesperado, el grito desgarrado del cuerpo para no ser relegado en la misión que el alma tiene encomendada.
− ¿Qué ideas son esas tan falsas y destructivas?
− Usted es un obstáculo para ella. Ha tenido que recurrir a mí para que la vuelva al camino.
− ¡Le ha dicho ella que yo soy un obstáculo?
− No, ella me ha dicho todo lo contrario, pero…
− Pero usted se empeña…
− Ella me llama, y si puedo, como ahora, trato de curarla.
− ¿Curarla de qué?
− De sus ataques de tristeza… le dan desde los dieciocho años. ¿No lo sabía? Sin causa, sin motivo, en cualquier momento se siente arrastrada a un pozo oscuro del que no puede salir por sí sola. Llevaba tiempo sin sufrirlos, pero ya ve, aparece usted y vuelven a escena. Yo le hablo, le doy hierbas, recitamos mantras, vamos a alguna sesión de espiritismo… Así poco a poco, va saliendo. Ahora ya está casi bien. Pero le aconsejo que no toque mi autoridad, que no me desprecie ante ella. Puede ser que algún día sólo me tenga a mí.

Aquella misma tarde Catalina se presentó en la embajada. Llamó tres veces a la campanilla, el último golpe más prolongado. Fue a abrirle don Juan. Su habitual cara luminosa la tenía pálida, apagada, el brillo de los ojos perdido.
− Hola, Juan − dijo con voz baja, ronca.
− Por fin tienes la bondad…
Catalina le ofreció la mejilla. Él depositó un beso fugaz de saludo. Entraron en el despacho.
− Te he echado mucho de menos. Mucho…− musitó ella.
− Me has tenido muy preocupado. Ni una sola noticia.
− No he querido que me vieras así. La tarde del yoga ya presentía la oscuridad. Al día siguiente, me fui a Wilmington. Tres semanas después, viajé a Nueva York, Helena volvía de Bombay.
− Ya he hablado con esa mujer – dijo don Juan con tono sombrío.
− Sí, me lo ha contado… ya sabes, entonces, que he pasado una mala temporada. Ahora estoy mejor. Atravesé el túnel y les compré a mis hermanos pequeños todos los dulces que querían, un pony para Philip, unos vestidos para Nellie, organizamos guiñoles y lecturas poéticas, a pesar de que a mi madre no le gusta que los niños pierdan el tiempo.
− ¿Cómo está tu madre?
− No hablemos de ella ahora. Bien, está bien.
− ¿Y tu padre?
− Sólo le veo algunos fines de semana. Se puede decir que lleva dos meses viviendo en la oficina.
− Una de las oficinas más atareadas de la tierra.
− Es tan bueno que el poco tiempo libre que tiene lo pasa con mi madre, que siempre le ha atormentado. Mucho cuando estaba sana, pero ahora más…
− Es difícil la vida de un político.
− De un político que además tiene una mujer como ella. Después de odiarme y hacer todo lo que está en su poder para dañar mi vida, hoy llora por mí.
− ¿Por qué?
− Porque no me he casado todavía, porque no me casé con quien ella quiso… Por todo. Porque lleva diez años que no se levanta de la cama y cree que yo no cumplo como anfitriona, por mis extravagancias. Porque mi padre siempre le habla maravillas de lo bien que llevo la casa. Porque está celosa, porque cree que la sustituyo.
Don Juan trató de intervenir, pero no sabía qué decir. Catalina miraba con fijeza a un punto indefinido cerca del ventanal.
− Desearía no haber nacido de su miserable cuerpo.
Era la primera vez que don Juan la oía hablar de esa forma. Un torrente oscuro se le vino encima. Se vio a sí mismo como un cura viejo durante la confesión.
− Quiere que me integre en una hermandad para cuidar enfermos, pero le he dicho que me he propuesto vivir y amar con toda la fuerza que pueda.
Catalina miró a don Juan; al ver su expresión de desconcierto, le dijo:
− No amo a mi madre, pero no me creas un monstruo… Quiero calmar su sufrimiento. Estos días, a pesar de todo, he hecho lo que se espera de una buena hija, con una paciencia infinita. Siempre que flaqueaba pensaba en ti, aparecías vestido con la armadura solar de Amadís.
Don Juan le cogió las dos manos. La derecha la tenía muy fría, como si hubiera estado lavando ropa, la izquierda, cálida y suave.

Una semana después, continuaron la traducción. Helena Blavatsky había vuelto a Nueva York. Catalina recuperó el relleno de la piel en la cara, sus ojeras menguaron, el tono de voz se hizo más enérgico. Esa tarde tuvieron que interrumpir el trabajo porque la modista debía probarle un vestido. Don Juan se quedó solo en la biblioteca. Aún olía al dichoso incienso de la bruja. Trató de abrir la ventana. Para hacerlo tuvo que pasar por delante del escritorio de Catalina. En él vio su diario azul, cerrado, pero sin el candado. Sintió la tentación de abrirlo. Resistió y continuó hacia la ventana. Volvió a sentarse. Pensó que ella tardaría más de media hora con el traje. Fue hacia el escritorio y abrió el diario. Leyó un poema, después un trozo fechado en noviembre del 1882.
Don Juan oyó la voz aguda de la modista despidiéndose en el vestíbulo. Cerró el diario, lo colocó en su sitio y se dirigió al sillón. Catalina entró diciendo:
− He tardado… No tengo ropa para Newport.


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Después de dudarlo, la doncella decidió avisar a Catalina. Don Juan dejó el sombrero en el vestíbulo y se acercó a la escalera. Miraba hacia arriba esperando noticias. Sally bajó, le dijo que Catalina no podía verle ahora. En ese momento, salió de la biblioteca una mujer gorda, de ojos verdes y ropa estrafalaria. Se dirigió hacia él mirándole sin sorpresa, con una leve sonrisa, casi una mueca. Levantó levemente la mano izquierda a modo de saludo.