DON JUAN
EN LA FRONTERA DEL ESPÍRITU

Juan José Díez









Esta obra reconstruye el momento histórico del naciente imperialismo americano, la Gilded Age, en el periodo de la embajada del escritor Juan Valera en Washington (1884-1886). Sigue lo más fielmente posible la peripecia diplomática de don Juan; sobre todo, su principal quebradero de cabeza: el independentismo cubano con el apoyo de los jingoístas americanos. Respecto a su vida privada, trata los amores tardíos de Valera con la hija de Bayard, el Secretario de Estado del presidente Cleveland. Aparecen en la trama problemas aún vigentes: nacionalismo, terrorismo, tortura, masones, el cuarto poder de la prensa, el budismo esotérico, la manía-depresión, la muerte de la literatura, la crueldad en los toros...

Se trata, pues, de una novela histórica en formato web. Tal formato podría emplearse con novelas de sólo ficción como "Moby Dick" o "Ana Karenina", pero se adapta especialmente bien al género histórico, ya que en este caso poseemos en la red un gigantesco archivo de imágenes y documentos de finales del siglo XIX. El trasfondo histórico queda expuesto no sólo en el texto principal, sino, con ayuda de los enlaces, en documentos, cartas, periódicos, fotos, archivos sonoros… muchos de ellos extraídos de la web. Esta conexión nos permite reconstruir la época y la vida de los personajes principales de manera más completa que si sólo dispusiéramos de palabras. Tal cantidad de información puede distraer al lector de la continuidad del sueño ficticio en que consiste el efecto literario. Para evitarlo, éste puede leer cada capítulo sin atender a los enlaces, navegándolos después.
La conexión a la web permite al autor una revisión continua; puede él mismo (o siguiendo la opinión de los lectores sagaces) detectar errores, incoherencias, mejorar algunas partes. El autor de un libro en papel pierde el control de su edición, el de una obra en internet en cualquier momento puede hacer modificaciones a la escala que desee. Asimismo, la web permite la comunicación en tiempo real entre lector y autor, basta pulsar en el email o participar en el blog.
La galaxia Gutenberg resiste, pero debe buscar un compromiso, una alianza con internet. El libro no desaparecerá, como no lo ha hecho el cine, pero las experiencias lectoras mayoritarias serán digitales. Hay cada vez más gente que ha encontrado en la red su modo de conectarse con el mundo, o con la fantasía, en el caso de la literatura. No salen de él. Ya apenas leen papel, toda la información que absorben les viene del ciberespacio.




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36. Las máscaras del tiempo


    Catalina llegó a la embajada sobre las doce. Wilson le ayudó a bajar del coche. Llevaba el vestido blanco con el que la conoció don Juan. Iba sin abrigo, sostenía bajo el brazo un pequeño bolso de malla. Abrió la puerta el mismo don Juan; le indicó que le siguiera hasta el despacho. De la oficina, salían las voces apagadas de Paco y de don Saturnino. Una vez dentro, Catalina se dirigió al sofá y se desplomó en él. Durante unos segundos, le miró interrogante.
− ¿Cómo estás? − comenzó él, cauteloso.
− Estoy dispuesta para lo que tú digas – contestó Catalina con voz débil −. Estoy dispuesta a seguirte a Bruselas o a donde vayas… Lo que me queda de vida lo quiero pasar contigo.
− Todavía no es seguro ese destino.
− Tengo el dinero para instalarme y esperarte…
    Don Juan mantuvo un silencio demasiado largo. Catalina vio el dique que le impedía contestar.
− ¿Qué va a ser de mí ahora? − preguntó, muy fijos los ojos en un lugar indeterminado entre la frente y la nariz de él.
− Sabíamos que alguna vez ocurriría. Hay que afrontarlo.
− Ya, ya, no puedo irme contigo, vas a volver con tu mujer y con tus hijos.
− Veo que lo comprendes.
− Claro.
− Te recordaré siempre. Has sido una compañera ideal, el calor de América...
    Se arrepintió al instante de esas palabras, pero como no observó reacción en    Catalina, continuó:
− Nos seguiremos escribiendo, colaboraremos literariamente, mantendremos viva nuestra amistad...
− Sí, sí,... − Catalina comenzó a sollozar. Se levantó del sofá para coger el pañuelo que don Juan le ofrecía.
− No llores, que me vas a contagiar.
− Sí, sí,... Yo sola, para siempre.
− Nos escribiremos, puede que nos veamos…
− Te vas, ya no te veré más.
    Con el pañuelo apretándose la nariz, se sentó sobre uno de los brazos del sofá y comenzó a balancearse como si fuera a tirarse al suelo desde allí. Sus ojos miraban ya directamente a los de don Juan, con una fijeza desamparada.
− ¿Por qué me haces esto?
− Nunca te he prometido nada. Tenemos una amistad profunda. Y los amigos a veces se separan. No tengo intención de romper mi familia. No me llevo bien con mi mujer, pero los dos hijos que me quedan son lo mejor de mi vida, no quiero decepcionarlos, ni hacerles sufrir.
− Me has dejado soñar... − dijo Catalina con un hilo de voz.
− Te he advertido de los excesos de tu amor por mí, de lo inapropiado que era. He intentado hacerte ver lo mucho que me exigías.
    Las lágrimas brotaron otra vez; caían de forma tan copiosa que, resbalando por los pómulos, llegaban hasta la barbilla y goteaban en el suelo. Don Juan no pudo contenerse. Se abrazó a ella.
− No puede ser, mi niña. No puede ser.
    Trató de consolarla acariciándole el cabello.
− No quiero vivir…
    Llamaron a la puerta del despacho. Don Juan se separó bruscamente de Catalina.
− Deja de llorar.
    Catalina se secó las lágrimas y fue hacia la esquina más protegida de la habitación. Desde fuera, Pestaña le dijo al embajador que la jueza Chivers quería verle para entregar un cheque a favor de las víctimas del terremoto de Andalucía. Don Juan llevó a Catalina hacia la puerta del despacho que comunicaba con el pasillo, le cogió las manos y se las besó de manera apresurada. Luego arregló su chalina, estiró la levita y trató de componer la expresión. Abrió la otra puerta; con gesto amable, hizo pasar a la vieja dama.
    Catalina salió de la habitación a la penumbra del pasillo. Al final de éste, en vez de torcer hacia la salida, siguió hasta la cocina. Llegó allí, no vio a nadie. Sobre la mesa, en un plato grande, había un trozo de carne fresca con perejil. Oyó el trajinar de Therèse dentro de la despensa. La voz de la cocinera le hizo recuperar la orientación. Volvió sobre sus pasos para encontrar la salida. La empujaba un viento interior, a ráfagas, que le hacía tambalearse, a veces chocar contra las paredes. Allí una mancha, más al fondo, la luz de la puerta principal. Oyó la voz alta de la jueza Chivers. Miró con fijeza el paragüero de la entrada. Se paró delante del espejo, no pudo ver nada enfrente. El viento la empujaba ahora en una sola dirección. Trató de recuperar la visión, pero no pudo; sólo atendía al ruido del viento, cada vez más fuerte. Temía que la estrellara contra el espejo. Quiso aflojarse el cuello del vestido, pero no acertó con el pequeño botón. Se miró otra vez al espejo: una vieja loca sentada en un banco de piedra le sonreía con una mueca. Bajó la mirada hacia el bolso, lo abrió. Sacó la pequeña pistola, la apuntó hacia su sien derecha, cerró los ojos y disparó.
    Se oyó un tremendo estampido en el vestíbulo. La jueza comenzó a gritar. Don Juan quedó paralizado, luego salió corriendo hacia la entrada. Se extendía un humo azul y olía a pólvora. Vio a Pestaña inclinado sobre Catalina, que en el suelo, boca abajo, tenía un charco de sangre alrededor de la cabeza. El revólver diminuto, a poca distancia de ella, todavía humeaba.
− Está muerta – confirmó don Saturnino, sin atreverse a mirar a don Juan
    La jueza Chivers había desaparecido. Paco y Pestaña, ayudados por Wilson, metieron el cuerpo de Catalina en el coche. Antes miraron si pasaba alguien por la calle, por lo general desierta a esas horas del mediodía. Apoyaron el cadáver contra uno de los laterales del interior. Paco se sentó al lado para sostenerlo y le tapó la cabeza con su chaqueta. Pestaña agarraba el bolso de Catalina, sentía el revólver todavía caliente a través de la malla. Al llegar a Highland Terrace, Wilson y Paco entraron el cuerpo en la casa; el cochero avisó a Sally para que llamara a su padre y al médico. Salió Florence, comenzó a gritar. Trató de subir a la primera planta con la intención de avisar a su madre. Sally la detuvo. “Espera a que venga tu padre”. Paco, viendo que se habían hecho cargo de la situación, se reunió con Pestaña que lo esperaba fuera.
    Don Juan, después de que se llevaran el cuerpo de Catalina, subió a su habitación, se sentó en la butaca y comenzó a mecerse con bruscos impulsos. Aún la veía delante de él, viva. Aún oía su voz: “… estoy dispuesta a seguirte…”. Se levantó de la mecedora. No debía continuar allí, una mala garra podía atraparlo. Respiraba con dificultad, alzaba las cejas, se echaba hacia atrás para coger aire. Era necesario actuar. Pero, ¿para qué? ¿Con respecto a quién? La única persona que le quería de verdad ya no contemplaba sus actos. Fue hacia la ventana, la nieve cubría todo lo visible. Cruzó la calle un perrillo, encogido, tiritando..., mirando al cielo como si de arriba pudiera venirle un zarpazo. Lo siguió hasta que desapareció de su vista. Volvió a la butaca y no pudo llorar.
    Llegaron Paco y Pestaña. Don Juan bajó de su cuarto; Paco le dijo que todo estaba arreglado. Therèse trajo una cubeta con agua y un trapo de fregar. La sangre de Catalina formaba un charco coagulado en el recibidor. Pestaña cogió del brazo a don Juan y le condujo hacia el despacho. “Esto es horrible, Saturnino, esto es horrible”. El secretario sacó un cigarro y se lo ofreció a don Juan, quien lo rechazó. Estuvieron un rato en silencio, hasta que Paco entró y dijo que iba a buscar a Juanito para ponerle en antecedentes. Don Juan murmuró un agradecimiento. Pestaña salió, le dejó solo. Sintió que todo se derrumbaba. Si se publicaba el suicidio, tendría que separarse de Dolores, no conseguiría jamás una embajada ni puesto alguno de importancia. En España le mirarían con la típica mezcla de ironía y asco que provocan los viejos verdes.
    Aquella noche utilizó el láudano que aún guardaba en su habitación. Con todo, no pudo evitar despertarse sobresaltado varias veces. En una de ellas, vio la última mirada de Catalina, resignada, decidida. ¡Ojalá fuera verdad lo que ella creía! ¡Ojalá se le apareciera su espíritu! Le diría que se quedaba en América, que renegaba de su patria y de sus hijos.
    El Evening Star, en la edición de tarde del mismo día del fallecimiento, traía a dos columnas: “Miss Katie Bayard stricken by heart disease”. Y en el texto: “Miss Katherine Bayard, la hija mayor del Secretario de Estado, fue encontrada muerta en su cama ayer a eso de las dos de la tarde. Un ataque al corazón, del que llevaba padeciendo hace años, fue la causa de su muerte”. El New York Times ofrecía idéntica versión. En The Constitution, de Atlanta, apareció una entrevista con el doctor Gardner; declaraba que cuando llegó a la casa “no encontró en ella la más débil indicación de actividad en el corazón”.
    A la mañana siguiente, Paco preguntó a Juanito, encerrado en el cuarto de baño, si le esperaban para ir a dar el pésame oficial a casa de Bayard. Juanito contestó que no estaba él para enterrar a nadie. Paco y Pestaña se dirigieron a Highland Terrace. En el recibidor, hicieron cola hasta llegar a una mesa sobre la que había un libro de firmas. Dejaron sus tarjetas con mensajes de condolencia. Al salir, unos colegas diplomáticos les dijeron que no habría funerales ni ninguna ceremonia religiosa en Washington. Los restos de Catalina viajarían a Wilmington en un vagón especial acompañados por Bayard, su hija Mabel y los hermanos varones. El funeral se iba a oficiar en la iglesia sueca; el entierro, en el pequeño cementerio que hay delante de ella.
    Durante los días que siguieron, don Juan intentaba despachar los asuntos de rutina, pero hasta firmar le costaba un mundo. Seguía recibiendo invitaciones, todos querían consolarle. Olga y Nicolai le visitaron varias veces; la jueza, con más frecuencia, pues le había encargado buscar a alguien que comprara sus muebles. A las dos semanas del entierro, murió la madre de Catalina de una congestión cerebral. La prensa decía que no pudo superar la muerte de su hija. Bayard abandonó el puesto por un tiempo y fue sustituido por el subsecretario.
    Un día se enteró de que la reclamación de la casa Larache marchaba por buen camino; pero, al ritmo que iban las cosas, los frutos los recogería el nuevo embajador, o sea, Muruaga, que ya había sido confirmado. Estuvo más de un mes sin escribir a su mujer. Sólo mandó una carta a su hermana Sofía.
    En la cama le roían las preguntas: ¿habría llegado tan lejos de no ser Catalina hija del Secretario de Estado?, ¿creyó en los primeros tiempos que esa relación podría favorecerle en sus asuntos? Desde que la conoció, supo que le iba a resultar fácil encandilarla porque su temperamento apasionado buscaba un ideal. Poco a poco le fue proporcionando motivos, miradas, sugerencias para forjar el ídolo. En más de una ocasión, pudo parar y no lo hizo. Los últimos momentos surgían sin poder evitarlo. ¿Por qué se llevó el revólver a la embajada? ¿Tenía la seguridad de que él rechazaría sus proyectos? ¿Desde cuándo? ¿Desde la noche de la recepción? ¿Vio Catalina la condena cuando al servirle el ponche se cruzaron sus miradas? ¿Por qué lo hizo dentro de la embajada? ¿Quiso decirle que si no quería cargar con ella, cargaría con su cadáver? ¿Fue un único y último acto de hostilidad o estaba tan hundida en el instante de dispararse que no pensó en las consecuencias para él?
    Una tarde sacó las cartas que le escribía desde Wilmington con la intención de quemarlas. Imposible volver a su casa con ellas. ¿Y por qué no? Era el único rastro que le quedaba de ella, a partir de sus letras formaría su cara, oiría su voz. Debía mantener vivo el recuerdo de quien le había amado sin hacer caso a las máscaras del tiempo.
    Se acostumbró a pasear durante el crepúsculo, cuando las farolas de las calles aún no estaban encendidas. Washington le parecía un gran parque en el que ha terminado la fiesta y vuelve la tristeza a los rincones en donde antes bullía la espuma de la vida. Esa tristeza no le molestaba, casi le hacía compañía. Por la noche, al regresar a la embajada, entraba en su despacho, un poco más vacío, las paredes más blancas, el ruido del reloj más hueco.

    A bordo del Aquitania, don Juan miraba las gaviotas, los remolcadores, la niebla... Juanito, detrás de él, dormitaba tumbado en una hamaca. Saldrían dentro de unos minutos. La sirena lanzó su última llamada. Los camareros del trasatlántico recorrían inquietos la cubierta buscando por todos los sitios, como si el capitán hubiera perdido algo. Don Juan saludó con el brazo a Paco y a don Saturnino que le despedían en el muelle. El barco comenzó a moverse. Se volvió hacia Juanito; aun sabiendo que no iba a oírle, le aconsejó:
− Abrígate, sobrino, que se ha levantado el frío.






35. A Bruselas


    El veintinueve de diciembre se dispuso a abrir la carta del nuevo ministro de Estado. Palpitaba con fuerza su corazón, le temblaba el pulso, un ligero sudor humedecía sus manos. Allí estaba: agradecimiento por los servicios prestados, natural recambio, necesidad de renovar los impulsos, y en compensación, un destino europeo: Bruselas. Dejaría de ser plenipotenciario, iría como embajador, el grado máximo de la carrera. Así que, en apariencia, un ascenso. De hecho, un castigo. “Bruselas, una pequeña ciudad en la que no pasa nada, que cuenta poco en la política mundial. Una legación allí tiene menos asuntos que un vulgar consulado en un país decente. Me duele, sobre todo, que me cesen los de mi propio partido. He cumplido mejor que los demás; no sólo por no robar, sino por haber evitado muchas vergüenzas. ¿A quién mandarán en mi lugar? Seguro que a un pillo. ¿Y Catalina? ¿Debo comunicarle yo mismo la noticia o esperar a que lo haga su padre? Bayard sabrá dar un tono profesional al suceso. Algo normal: un embajador cambia de destino. El cese se publicará dentro de unas dos semanas. ¿Para qué amargarle la Navidad, allí en Wilmington? Ya se enterará cuando vuelva”.
    Llamó a todos − menos a Juanito, que no se levantaba de la cama − y les dio la noticia. Pestaña quedó muy sorprendido, no esperaba un cese después del éxito en la cuestión filibustera.
    Don Juan subió a ver a su sobrino. A oscuras, entró en la habitación. Levantó las persianas y abrió las ventanas para ventilar la atmósfera irrespirable. Juanito dormitaba enroscado sobre la cama con la ropa de calle puesta.
− Despierta mozo, volvemos a España. Me han trasladado a Bruselas − trató de parecer contento, don Juan.
    Juanito no contestaba, seguía con los ojos cerrados. Don Juan se acercó y le cogió de un brazo.
− Despierta, vamos, despierta, hay que moverse.
    Juanito abrió los ojos. Miró a su tío con la incredulidad del que regresa de un viaje fantástico.
− Voy... − soltó con una voz delgadísima.
− Mira, me han trasladado...
    La carta, agitada por el embajador, revoloteaba sobre el yacente.
− Yo no quiero irme de aquí.
− Yo tampoco, pero eso no depende de nosotros. Tú tendrás que volver conmigo porque en tu lugar vendrá algún paniaguado, como ocurrió en tu caso. ¿Tienes medios propios para vivir en América? No, pues no le des más vueltas. Además, necesitas los caldos y los potajes de Sierrita para que la solitaria deje algo de ti.
− ¿Qué voy a hacer en España sin Victoria?
− Hay muchas mujeres en el mundo
− Tío, ¿por qué no le decimos que viaje con nosotros para que conozca la tierra de la puta de su madre? Yo la llevaría a Málaga, veríamos amanecer en Puerta Oscura, nos bañaríamos en las playas del Carmen, entraríamos en el Perchel y buscaríamos a sus parientes. Yo, cogido de su brazo.
− No pienses más en ella. No lleva a ningún sitio. Un hombre cuando pierde, se remanga, y a otra.
− Muerto, estoy muerto, más que Ignacio, que seguirá vivo en su memoria. Aunque paseemos por el Perchel, lo hará con el fantasma que ha matado a su novio.
− Tú no eres culpable de la muerte de Ignacio, sino él mismo y Pastorín. Además, ella no puede saber lo de los informes de Ausubel. Agramonte tampoco era un ángel, iba cargado de rifles para quitarnos la vida. No te tortures más. Levántate y sal a dar una vuelta.
    Le había extrañado que, desde la muerte de Ignacio, su sobrino no canturreara. En las situaciones críticas siempre agudizaba sus trinos, extendía sus variaciones. Eso le preocupó más que las incoherencias, o el semblante demacrado, o el pasarse el día tumbado sin hablar. Bajó las escaleras con la intención de escribir a su hermana poniéndola en antecedentes. No quería que se impresionara al verle.
    No hubo cena de nochevieja en la embajada: por el luto, y porque nadie tenía ganas de celebraciones. De noche, en la cama, don Juan no hacía más que darle vueltas a su situación. Habría sido el hombre más feliz de la tierra con una mujer que le hubiera querido y respetado un poco. ¿Por qué no romper con Dolores y casarse con Catalina? Sus hijos, al fin y al cabo, dentro de pocos años, se independizarían. ¿No se casan provectos senadores con jovencitas ricas o con artistas de vodevil? El mismo Cleveland, ¿no estaba prometido con una muchacha casi treinta años más joven que él? La alegría del brote en el tronco viejo. ¿No es eso un buen trago antes de la despedida? Su afecto y simpatía por Catalina eran hondos. ¿Y no es eso lo que perdura? ¿De qué le sirvió casarse con Dolores? He aquí una joven que le comprende, que vibra con su misma pasión, la literatura. Bella, suave, impulsiva. ¿Qué más quería? Y adiós para siempre a los apuros económicos. En los últimos años de su vida, si decidía seguir con Dolores, no hallaría ni la soledad completa para amar sus libros y filosofías, ni a alguien que bien lo quisiera. Sólo odio y desdén injusto. La amargura constante de recibir siete docenas de sofiones diarios y unos cuantos puntapiés en el trasero, tratándolo de viejo y de torpe. ¡Buena vejez iba a ser la suya! ¿Le faltaría valor? ¿Son estas revoluciones cosas de jóvenes? ¿Tendría él las fuerzas necesarias para rehacer una vida?


    El día catorce de enero, Cleveland ofreció en la Casa Blanca la primera comida oficial del nuevo año a su gabinete y al cuerpo diplomático. Don Juan sabía que Catalina había llegado de Wilmington el día anterior, acompañada de su hermana Florence, así que no se sorprendió cuando la vio entrar en el salón, del brazo del presidente, dirigiéndose a la mesa principal. Llevaba un traje entallado de tul rosa, el escote cubierto por un fino bordado transparente, una cinta de terciopelo al cuello cerrada con una margarita de brillantes. Nada en su cara delataba maquillaje, ni más intervenciones que el agua o el jabón. Sonreía con naturalidad y simpatía a todos. En la presidencia, ocupó el lugar a la derecha de Cleveland. Durante la comida buscó con la mirada a don Juan, hasta que pudo localizarle sentado junto a Nicolai en una de las mesas más alejadas. Don Juan le correspondió con una sonrisa de reconocimiento; pero, el matiz de preocupación y la brevedad del gesto, no los pudo captar ella a tal distancia. Al terminar, en la sala de té, Catalina se sentó en un sofá con Cleveland, que arrellanado, la escuchaba muy atento. Ella, con las manos apretadas sobre su regazo, mirando el perfil riguroso del primer magistrado, le decía: “Recuerde, presidente, lo considero una promesa”. “Bien, Kate, en ese caso, es la número veinte que hago hoy”. Después, Miss Cleveland cogió del brazo a Catalina y fueron de corro en corro. Pero el legado de España no aparecía.
    Don Juan, de vuelta en la embajada, se echó un rato de siesta. A las seis de la tarde, entró en el despacho; alguien había dejado sobre su mesa la edición vespertina del Washington Post. El titular: “Senor Valera to be transferred”. La noticia breve, debajo: “Un cablegrama de Madrid comunica que se da por seguro que el Sr. Valera, ministro español en Washington, será trasladado a Bruselas. Su sucesor no ha sido nombrado todavía”. Don Juan pensó que Catalina se enteraría al llegar a su casa. Estaba seguro de que Bayard, aunque Foster le hubiera hablado de las intenciones de Moret, no le había dicho nada a su hija durante las navidades. La sonrisa y la actitud que vio en ella durante la comida eran de la más absoluta tranquilidad.
    El viernes día quince, a las diez de la mañana, se presentaron en la embajada dos periodistas, uno del Washington Post, el otro del Evening Standard. Paco les recibió; luego, informó a don Juan de que solicitaban una entrevista. Éste salió al recibidor y les hizo pasar al despacho. Los dos tenían cara de cera, grasa de más, blocs de hule negro, y canotiers, que sólo se quitaron cuando estuvieron dentro y empezaron a preguntar.
− Todavía no he recibido confirmación oficial de mi cese. No sé nada del nombramiento del conde de Rascón o del Marqués de la Iglesia como sucesores míos. Yo seguiré actuando como ministro hasta que llegue el que haya de sustituirme – declaró don Juan.
− ¿Sabe dónde irá usted ahora?
− Es imposible para mí decirlo.
− ¿Siente pena de dejar Washington?
− Naturalmente, me produce mucha tristeza salir de aquí… sus gentes son tan hospitalarias, tan dispuestas a acoger a los extranjeros, tan contentas de hacerlos sentirse como en casa, que yo siempre pensaré en América con un gran afecto.

    Esa misma mañana, Bayard, durante el desayuno, le dijo a su hija que el Post anunciaba el traslado de Valera a Bruselas. Le mostró el periódico de la tarde anterior. Catalina, con los ojos perdidos, intentó taladrar las líneas de la noticia. Dejó de mover la cucharilla, miró ensimismada el pequeño torbellino del té moviéndose dentro de su taza.
− Tenía que ocurrir y ha ocurrido – dijo sin dirigirse a nadie, en voz muy baja.
    Bayard se levantó de la mesa, se acercó a ella y le dio un suave beso en la cabeza.
− Tu madre quiere que le hagas unos encargos para la recepción de esta noche.
    Terminado el desayuno, Catalina cogió el coche. Le pidió a Wilson que le diera un paseo sin rumbo. Luego, que la llevara al hotel Wormley. Allí, encargó dulces y canapés para la recepción. Tenía la nariz congestionada por el resfriado, le dolía la cabeza. Después, ordenó al cochero que se dirigiera a Anderson Cottage. Bajó del coche, paseó un poco; durante un rato estuvo sentada en su banco, debajo del gran sicomoro. Luego, fue al Departamento de Estado. En la antesala del despacho, apremió al secretario: necesitaba ver a su padre con urgencia. Bayard la hizo entrar de inmediato. Sin preámbulos, Catalina le dijo que se iba a Bruselas con don Juan, que su vida no tenía objeto sin su amor. A él no quería dejarle, pero debía entender que la madre había mejorado y podría hacerse cargo de la casa. Y si no, Florence, ya con veinte años. Bayard la miró en silencio.
− No quiero perderte, hija mía; la mejora de tu madre, según el doctor Gardner, es transitoria. Y sobre todo: ¿querrá Valera que le sigas a Bruselas?, ¿en qué condiciones?, ¿casándote con él o viviendo como amantes?
− Me da igual − contestó Catalina −. He pensado vivir en un hotel durante un tiempo, luego encontraremos algo. Necesito dinero.
− ¿Ahora mismo?
− Sí. Tengo intención de esperarle allí, ya instalada.
    Bayard le dijo que eso era una locura, que hablarían con más serenidad dentro de unos días, que mientras tanto no le contara nada a la madre.
    Catalina volvió a su casa y recogió todas sus joyas. El cochero la llevó a la tienda de antigüedades de Cohen. El anticuario judío le ofreció ochenta mil dólares por todas. Pensaba que le iba a doler más deshacerse de la margarita de brillantes. Después, le dijo a Wilson que se dirigiera a la avenida de Massachusetts. Llamó a la puerta de la embajada española y le abrió el criado Víctor. Don Juan no estaba en casa, había salido a dar un paseo.
    Catalina volvió a Highland Terrace. Ya no le dolía la cabeza. Entró a ver a su madre, le dijo que todo estaba dispuesto para la noche. Subió a su habitación, quería tranquilizarse. Se puso el camisón, respiró hondo, cruzó las piernas, unió las manos y recitó su mantra preferido. Intentó hacer la vela varias veces, pero fue incapaz de erguirse por completo. Por fin, logró permanecer vertical un instante; entonces, las lágrimas empezaron a caerle sobre la frente. Volvió a ponerse de pie y desistió. Fue a mirarse al espejo. Así no podía recibir a nadie. Faltaban pocas horas para que empezaran a llegar los invitados. Cuando apareciera don Juan, hablarían. Iba a ser difícil con todo el mundo alerta.
    A las nueve, ella y su padre se encontraban en la entrada estrechando las manos de los invitados. La madre, en la biblioteca, esperaba el saludo de los recién llegados. Como el frío helado entraba a bocanadas al abrir la puerta, Bayard le había prohibido a su esposa que estuviera a su lado en el recibidor. Catalina llevaba un vestido rojo oscuro, con escote pronunciado, sin mangas. Estaba un poco pálida y le brillaban los ojos, aunque nadie notó nada especial. El secretario de Marina le dijo: “¡Qué guapa estás esta noche, Kate!”. Ella le contestó: “Sí. Nunca me he sentido mejor”. Bayard observó lo ligera de ropa que iba su hija y le dijo que se abrigara. Catalina miró a su padre, le sonrió, y no le hizo caso. Bayard llamó a la doncella para que subiera por un chal. Cuando Sally se lo echó por los hombros, Catalina rió con satisfacción: “Ahora estoy mejor”.
    Al fin, llegó don Juan, acompañado por su sobrino. Lo había dudado mucho, pero era necesario afrontar la situación. Sabía que Catalina había ido a verle por la tarde. No asistir podía ser interpretado por ella como una huida. Le temía a las miradas de todos observándoles, a la presentación obligada a la madre, al alud de expresiones de lamento por su marcha que tendría que recibir... Bayard le estrechó la mano con franqueza; dijo que sentía mucho que los dejara: “Hemos colaborado de forma positiva en los asuntos de nuestros dos países”. Don Juan correspondió con una triste sonrisa: "Espero que, con mi sucesor, se entienda tan bien como conmigo". Juanito se inclinó para besar la mano de Catalina; desde aquella posición más baja, la observó con una insistencia un punto excesiva, que no duró mucho, porque, enseguida, don Juan inició su saludo tratando de decir algo de circunstancias. Catalina se adelantó: “Creo que el embajador estará contento. Hoy no tenemos sus amados terrapins”, refiriéndose a los galápagos con salsa picante que tanto odiaba don Juan. Luego, ella se volvió para saludar a la jueza Chivers, que, en una pausa de su tos inoportuna, le dio un abrazo jadeante.
    Durante la velada, Catalina estuvo siempre rodeada por invitados. Conversaba con todos, preguntaba a cada uno por sus familiares, por la situación de sus asuntos. Como de costumbre, atendía con concentración a las contestaciones de los demás. De reojo vigilaba dónde se encontraba don Juan. Su madre le había advertido que no se lo presentara, no quería conocer a ese hombre. Don Juan, acompañado por Sir Lionel y Nicolai, recibía continuas muestras de simpatía. La jueza Chivers no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas: “Debe usted hacerse yanki, le vamos a echar de menos”. Sólo en una ocasión coincidieron él y Catalina. Fue cuando don Juan se acercó a la mesa de las bebidas para tomar un vaso de ponche. Ella, que estaba al lado, cogió el cazo de plata y le sirvió. Se miraron un instante, ninguno vio claro en los ojos del otro. “Mañana iré a verte al mediodía”, le dijo Catalina.
    La reunión duró hasta la una. Cuando se fueron los invitados, todavía tuvo ella que atender a la madre y dirigir la recogida de todo. No se sentía cansada, no quería meterse en la cama. Pero pensó en la jornada que le esperaba mañana: además de la visita a don Juan, debía estar en la recepción que daba Miss Cleveland a las esposas de los nuevos senadores. Por fin decidió acostarse; le dijo a Sally que la llamara a las once.


34. Carlitos


    Don Juan volvía de estar con Catalina en casa de los rusos. Juanito le entregó el telegrama nada más entrar por la puerta de la embajada. Mientras subía a su habitación, lo abrió. Quedó parado en el rellano de la escalera, se agarró al pasamanos, miró desconcertado sin saber qué hacer. Pasaron unos segundos, y descendió con el rostro demudado.
− ¿Qué pasa, tito? − le preguntó Juanito.
    Don Juan no le oía. Sonámbulo, se dirigió hacia el despacho, parecía buscar un lugar para echarse, como un toro herido de muerte. Juanito fue detrás.
− ¿Qué pasa? Dímelo.
    Con voz temblorosa, casi inaudible, sin mirarle a la cara, don Juan exhaló:
− Mi hijo…, mi hijo… Carlos ha muerto.
    Juanito, durante un momento, no supo qué cara poner, ni qué decir. Por fin reaccionó. Al ver que su tío seguía de pie, inmóvil, como rodeado de trampas, fue hacia él y le cogió del brazo para sostenerlo.
− ¿De qué ha sido?
− Tifus…, llevaba una semana malo…
    Don Juan inició con lentitud el camino hacia el despacho; ya dentro, se derrumbó en el sillón del escritorio. Juanito fue detrás de él. Don Juan bajó la cabeza hasta el pecho, comenzó a moverla a un lado y a otro, negando, negando. Juanito se le acercó: “¡Qué desgracia, tito!, ¡qué desgracia!, ¡pobre Carlitos!”. Don Juan levantó la cabeza:
− Anda, déjame solo.
    Juanito salió del despacho murmurando: “¡pobre primo!”
    Don Juan empezó a llorar. Primero las gotas fluían mansas, luego, su cara se rompió en muecas y gemidos, brotando las lágrimas de manera atropellada, hasta humedecerle el bigote y metérsele por la boca. Seguía negando con la cabeza. "No puede ser. No, mi hijo no. De pronto, lejos, sin haberle visto. Yo aquí, él allí, muerto. Se ha muerto sin verme, sin tenerme junto a él". Se levantó de un brinco, quería un barco, anular los mares, estar en Madrid al lado de Carlos, verle por última vez. Volvió al escritorio, sacó una foto de hacía unos tres años. Aparecían sus tres hijos en una barca: Luis y Carmencita, pescando; Carlos, vestido de marinero en medio de sus dos hermanos, agarrado con elegancia al borde de aquel bote de pacotilla. Besó varias veces la imagen de su hijo. “Mi niño, mi niño bueno, ¿quién te ha arrancado de mí?”.Tuvo que guardar la fotografía porque la barca se había convertido en un ataúd y parecía que Carlos miraba a su padre antes de tumbarse en él para siempre.
    Se levantó, salió del despacho, quería refugiarse en su cuarto. En el recibidor, la cocinera, Paco y Juanito hablaban en voz baja. Cuando le vieron salir, fueron hacia él y le dieron el pésame. Don Juan, mudo, estrechó las manos que se le ofrecían. Luego, comenzó a subir las escaleras pesada y torpemente. Juanito, en un par de saltos, alcanzó a su tío.
− ¿Quieres un poco de láudano? – musitó el sobrino, para que no le oyeran abajo.
− Sí… − aceptó don Juan, después de dudar un poco.
    Ya en la puerta del dormitorio, recibió de su sobrino un frasco azul junto a una cucharilla reluciente.
− Tómate una nada más.
    Don Juan entró en la habitación; en lugar de desvestirse, se sentó en su butaquilla y empezó a mecerse. "No me puedo acostar, tengo que velarle. ¿Duerme ahora su madre? No quiero atontarme, ahora no, ahora tengo que estar junto a él… esta noche es suya. Mi primogénito, mi orgullo. Quiero revivirle. Vivo estaba cuando, muy chico, me interrumpía la escritura, pidiendo que le montara sobre mis piernas para garabatear en un papel. Yo le acariciaba pellizcándole debajo de la barbilla. Los desatinos de su media lengua, "cato−cato−catúa", el cuarto de la costura. Si tardaba en ir a comer, ahí lo tenía, firme y risueño, tirándome del brazo, hasta que me llevaba de la mano a sentarme a la mesa. ¡Cómo sufría en mis trifulcas con su madre! Después de las peleas, hallaba el momento para decirme con la mirada: “papá, te quiero, no te vayas a ir”. Y en la edad más turbia, ¡qué clara y despejada para él! Yo empeñándome en el álgebra, él deseando salir a montar en bicicleta: “Ya tienes un hijo sabio, déjame a mí ser normal”. Yo, de joven, un mueble; él, un junco ágil y fuerte, con mi misma cara y un corazón puro. Si me hubiera hecho caso su madre, ya llevaría tres meses aquí, en la habitación de Juanito, aprendiendo inglés, deslumbrando a Catalina con su forma de montar a caballo, derrotando a estos petimetres en el tenis. El blanco lirio convertido en hielo, yo un árbol viejo mutilado de mi mejor renuevo".
    Al final, el cansancio le permitió un sueño ligero sobre la butaca, interrumpido por despertares sobresaltados en los que sentía faltarle la respiración, como si cayera por un precipicio. Al clarear la mañana, tomó el láudano.
    Don Juan fue despertado por Juanito a las cinco de la tarde. Le costó bastante salir del sopor. Se vistió a duras penas y bajó a la cocina; Therèse le había preparado sopa y tortilla francesa. A las seis, mandó una tarjeta a Catalina. Media hora después, ella llamaba a la puerta de la embajada. Le abrió Paco, la hizo pasar al despacho. Cuando la vio, don Juan se levantó del sillón y quedó de pie, con las manos apoyadas en el escritorio, como un reo a la espera de sentencia. Catalina se acercó a él, pero don Juan no hizo ademán de moverse. Seguía aferrado a la mesa, como si temiera que al soltarla pudiera desplomarse. Ella le tomó del brazo, ayudándole a dejar el parapeto. Luego, le condujo hacia el centro de la habitación; le cogió las manos, se las besó...
− No sufras… Nada podemos hacer contra lo inevitable…
    Don Juan balbució un agradecimiento inaudible. Catalina le llevó hacia el sofá; se sentaron los dos en el borde, muy erguidos.
− Él ha muerto, yo no estaba allí…
− No se puede luchar contra el destino. Piensa en que tu hijo vive y que no es desdichado. Yo creo que su alma puede ser convocada, que renacerá.
− Yo sólo creo en la bondad de Dios y en su justicia, pero no la entiendo, no la entiendo... – pronunció “Dios” con ahuecada y solemne vibración, como si resonara en un retablo barroco.
− Los elegidos abandonan antes el ciclo de la vida – reflexionó Catalina.
− Eso no me consuela.
− Tendrá que pasar el tiempo.
− Camino lento y triste. Lo único sería creer en una vida mejor, pero mi fe y mi esperanza...
− ¿Qué edad tenía?
− Dieciséis años. Eso sí me consuela un poco, sólo el camino de ida, alegre, confiado, querido por todos…
    Don Juan le enseñó la fotografía. Catalina la miró tratando de aparentar serenidad, buscando en el rostro de los niños la huella del padre.
− Te quedan dos hijos, piensa en ellos.
− Ahora sólo puedo pensar en Carlos.
    La voz de Catalina iba perdiendo energía por momentos. Cada vez le costaba más esfuerzo articular las palabras. La losa de pena que sentía sobre don Juan comenzaba a afectarle a ella también. Lo tenía cogido de la mano, mirándole con dulce seriedad. Por primera vez, los cimientos se habían movido, las raíces habían hecho temblar el árbol, y no había sido por ella. Don Juan la miraba con ternura, le agradecía el consuelo, pero su energía estaba en otra parte. Catalina sintió frío, como si una nube le impidiera recibir el calor constante del astro. Don Juan continuó desahogándose, sus palabras le llegaban a ella lejanas, dispersas: “el bozo que le apuntaba, los ojos tan hermosos y dulces, los pajarillos, la escopeta…”
    En los días que siguieron, se levantaba tarde, firmaba lo indispensable, comía en su habitación y escribía cartas para contestar a los pésames. La que recibió de su mujer le afectó mucho. Sintió por ella verdadera pena. Allí sola, una semana, noche tras noche, viendo cómo su hijo se iba poco a poco, sin el doctor Benavente, muerto hacía un mes, en quien tenía confianza plena, llamando a cinco médicos distintos, las miradas de miedo de Carlitos, el funeral, todo sobre sus espaldas. Y sin embargo, ahora, ni un reproche ¡Quién iba a decir que Dolores pudiera escribirle una carta así! Imposible parecía que la persona que escribió esa carta, llena de sencillez, discreción y verdadero dolor, fuera la misma que tanto y tanto le había molido, con una persistencia feroz, sin motivo razonable, sin visos siquiera de motivo, y durante catorce años. La naturaleza del corazón humano es un extraño enigma.
    Catalina le visitaba por las tardes y trataba de distraerle. Un día le llevó una edición de La Celestina publicada en Boston en 1789 ; otro, una bufanda de lana blanca para el abrigo de gala. Se aproximaba la Navidad. Catalina había emprendido una actividad frenética, tenía que comprar los regalos para sus hermanos. Don Juan la veía entrar con los ojos brillantes y el gorro de piel cubierto de copos de nieve. Se quitaba el abrigo, iba a la chimenea, se ponía de espaldas para calentarse las manos... Después, se acercaba a don Juan y le besaba en la frente.
    La víspera de nochebuena, fueron a un comedor reservado del hotel Wormley dispuestos a celebrarla por anticipado. Catalina dijo que su madre estaba mejor, que, si seguía así, pensaba incorporarse a la vida social después de Año Nuevo. Eso acabaría con sus encuentros, pero siempre quedaba la embajada. Después de los brindis, Catalina se levantó, fue hacia el perchero y sacó de su abrigo un pequeño paquete. Don Juan lo abrió; era un libro encuadernado en piel. En el lomo, con letras doradas, figuraba el título: “Cuentos y Diálogos”.
− Aquí tienes el fruto de nuestra colaboración, ¿te gusta?
    Don Juan lo hojeó; pudo comprobar de un vistazo que la impresión, los tipos de letra, el papel, eran excelentes.
− Un ejemplar único, editado a petición mía por Roderich.
    Don Juan leyó la dedicatoria: “Cuando me muera, se te aparecerá un espíritu que dirá: Yo soy el alma de una muchacha que murió de curiosidad”.
− ¿Curiosidad?
− Sí, no sé lo que estás pensando...
− ¿No me notas en la cara que paso una velada con una mujer encantadora?
− Las caras nos fueron dadas para ocultar nuestros sentimientos, según Talleyrand.
− Para el oficio de diplomático, no es mala táctica, aunque sólo en el trabajo, y ahora no estoy trabajando.
    Cuando salieron al exterior, la nieve cubría la manta del caballo; el cochero tardó un poco en salir de su refugio. Ya dentro del landó, Catalina cogió las manos de don Juan y comenzó a frotarlas, a echarles aliento, mientras se apretaba contra él.

33. Duelos

Pestaña entró en el despacho, llevaba en la mano el telegrama de Quirós. Don Juan supo al verle, pálido, un poco rejuvenecido, que traía buenas noticias: "Han detenido a los filibusteros. Agramonte ha muerto". Don Saturnino continuaba hablándole, pero él no le oía. Un éxito de su gestión, sin duda. ¿Quién sino él había comprometido a Bayard?, ¿quién, sino su sobrino, había captado la información del Crawford?, ¿quién había telegrafiado al Capitán General? En fin, Agramonte le apenaba. Un hombre noble y puro, movido por ideales, un poeta cuya pérdida, también desde el lado literario, habría que lamentar.
Don Juan entró en las oficinas blandiendo el telegrama. Eran las doce del mediodía, la luz atacaba violenta los papeles y los tinteros. Juanito fumaba un cigarro. Paco hojeaba los periódicos.
Don Juan miró a su sobrino al fondo de los ojos y le pasó el telegrama.
− Escaparon de vosotros y de los americanos, pero no de don Ignacio María. Te felicito.
“Agramonte probablemente muerto...”. Juanito se levantó del sillón; miró a su tío con la boca abierta, como si no le conociera. Balbució un gruñido y salió de la oficina. Paco le dijo a don Juan que le entristecía la muerte de Ignacio.
Pestaña entró con el último periódico. Nada nuevo, salvo el nombre de la corbeta española que había cañoneado al Crawford.
− ¡Nuestro amigo Pastorín...! − exclamó don Saturnino, mientras le entregaba el diario a don Juan.
Paco fue a buscar a Juanito. No había nadie en el cuarto de baño. La puerta de la embajada estaba abierta. Salió corriendo a la calle. No le veía por ninguna parte. Después de dar una y mil vueltas por calles y avenidas, sin esperanza ya de encontrarle, decidió regresar pasando por la embajada británica. Frente a ésta, halló a su amigo tendido en un banco de la calle. Cuando Juanito vio venir a Paco, se incorporó y trató de levantarse con intención de huir. Como no podía, volvió a tenderse.
− ¿Qué haces aquí? − preguntó Paco.
− Viendo el espectáculo − contestó Juanito.
− ¿Qué espectáculo?
− Mi solitaria luchando contra las culebras que salen de aquella ventana. Yo sabía que el cubano había muerto antes del telegrama. Ésta me lo dijo, la sentí enroscarse de felicidad mientras me mordía las entrañas.
− Déjate de tonterías y quítate de ahí.
Juanito olía a alcohol, tenía la mirada roja. Se levantó del banco, caminó con paso vivo hasta situarse bajo la ventana de Victoria. Alzaba cada vez más la voz.
− Y ahora escucha, amada viuda, la serenata solitaria. Yo, gusano que habito en éste, te pido que abras la ventana y me mires sin desprecio...

Aquí acabó el discurso inteligible; continuó con quejidos, silbidos y carcajadas.
Paco tiró de él con firmeza. Las luces del porche se encendieron. El mayordomo asomó, serio, la perilla. Juanito se aflojó, Paco tuvo que sostenerle. Con la cabeza gacha, dando bandazos, apoyado en los hombros de su amigo, farfullaba: “Voy a quedarme aquí hasta que me lleve el mar”. A fuerza de paciencia, Paco consiguió retirarlo.


Ese mismo día, por la tarde, Victoria estaba en el porche mirando anochecer. Se acercó a los caballos del landó y les acarició las crines. Entonces, vio los titulares del Sun que leía el cochero: “Cuban ship...”. No terminó de leerlos. No quiso seguir. Ya adivinaba lo que se escondía detrás de aquellas letras. Entró en la embajada y se dirigió hacia el despacho de su padre. Las ediciones de la tarde reposaban sobre una mesa pulcramente alineadas. Victoria cogió el periódico. No podía leer, sólo buscaba unas palabras. Recorría una línea: “encuentro a cañonazos....”, otra, “héroes armados sólo por su valor...”, hasta que en una de las últimas: "Agramonte muerto". Soltó el periódico encima de la mesa; salió corriendo escaleras arriba, entró en el cuarto de la doncella y la abrazó sollozando. Se vio a sí misma colgada de una percha, inmóvil para siempre, incapaz de que nadie la bajara de allí.
En los días que siguieron, pasaba en la habitación la mayor parte del tiempo. A la hora de comer, aparentaba masticar para que sir Lionel no le preguntara, intentaba no derrumbarse en su presencia. Después del almuerzo, iba al dormitorio y se echaba en la cama. A ratos dormitaba; de pronto se erguía, andaba hacia la ventana, rompía a llorar y volvía a echarse. Con la melena se tapaba la cara; a veces, todo el cuerpo. La doncella, al entrar en el cuarto, sólo veía sobre el lecho un amplio manto de pelo, como un edredón negro.


El World lanzaba llamaradas en primera página acusando a España del asesinato del "noble poeta y patriota Ignacio Agramonte". Don Juan recibió un anónimo: “Un amigo le advierte de que cierto periódico publicará con todo detalle su "love affaire" si no retira dentro de tres días la denuncia contra Patria”. La carta venía escrita con letras góticas, en caro papel satinado. Don Juan pensó en Herlizer. Si se publicara su relación con Catalina, quedaría en una situación insostenible ante Cánovas, ante Bayard y no digamos ante su mujer. ¿Pero, si retiraba la denuncia, cómo explicarle a su gente la decisión? Después de dudarlo mucho, y pensando que por lo general los anónimos sólo pretenden amedrentar, decidió no hacer caso.
A los pocos días, un telegrama del ministerio comunicaba la muerte del rey Alfonso XII. Don Juan sintió un encogimiento inmediato en el pecho. El rey siempre le pareció un buen muchacho, las veces que había hablado con él se había mostrado considerado y cariñoso. Temió intentos carlistas, republicanos, militares..., los cuervos aprovecharían la oportunidad. Confiaba en Cánovas, en Sagasta, pero podía pasar cualquier cosa.
Organizó un funeral en la iglesia de Saint Matthew al que asistieron el presidente, senadores, congresistas y todo el cuerpo diplomático. Catalina acompañaba a su padre. Victoria se sentaba al lado de Sir Lionel. Era la primera vez que salía desde la muerte de Ignacio. Ahora las casullas moradas, el olor del incienso, el Dies Irae, eran para su rey. Terminado el oficio de difuntos, los asistentes se despidieron del embajador. Pasó Cleveland, se detuvo ante don Juan haciendo una ligera reverencia. Luego Bayard, Sir Lionel, Nicolai, un desfile de uniformes y caras adustas. Juanito, desde los bancos laterales, casi escondido detrás del pilar de la nave central, acechaba la salida de Victoria; pero ésta, cogida del brazo de Catalina, tomó por una de las naves laterales. Juanito se apresuró hacia la puerta. Como todo el mundo iba muy despacio, la tuvo un instante al alcance de sus ojos. Ella le reconoció, pero no hizo gesto alguno; miró indiferente hacia un punto lejano y siguió hasta el coche de sir Lionel.
Juanito esperó a su tío. Cuando don Juan le vio, estaba tan pálido, tenía tal expresión de duelo, que parecía el único que allí sufría de verdad. Dentro del coche, empezó a canturrear por lo bajo y no paró hasta que llegaron a la embajada.
En los días que siguieron, tío y sobrino cayeron enfermos. Paco y don Saturnino, al llegar a la oficina, preguntaban a Therèse por los pacientes. La cocinera llevaba tres noches durmiendo en la embajada a petición de don Juan. El sobrino no se levantaba de la cama, no quería ver a nadie. Paco, un día intentó entrar en la habitación, pero la encontró cerrada por dentro. Juanito le dijo con voz lastimera: “No te preocupes, estoy cansado, es la solitaria”, terminando con un suspiro que habría conmovido a las piedras.
Era la primera vez, desde que estaba en Washington, que la malaria atacaba a don Juan. Había cogido las fiebres en Brasil, muchos años antes, y en los últimos tiempos raras veces recaía. Pero ahora la calentura duraba demasiadas horas y le llevaba a un estado de exaltación casi delirante. Conocía los mareos, el gran disgusto de estómago, los escalofríos, el dolor de cabeza... Sin embargo, en esta ocasión, la quinina no podía evitar que la fiebre le subiera a más de cuarenta.
Las dos noches peores las pasó Catalina sentada en una butaca al lado de la cama de don Juan, secándole el sudor, diciéndole con cariño “estoy aquí”, cuando, en los momentos de tregua del inquieto desvarío, él miraba angustiado alrededor por si estaba solo. Catalina llamó al doctor Gardner, el médico de la familia. Lo primero que hizo fue prohibirle que atendiera al paciente. Luego, propuso un tratamiento homeopático y a los tres días el enfermo mejoró de forma notable. La última noche que el doctor estuvo en la embajada para ver a don Juan, éste le preguntó si Catalina podía visitarle de nuevo.
− Ahora sí. Pero no debe cansarse − dijo Gardner −, y en ningún caso estar dos noches sin dormir, con tensión. Su corazón está débil. Ha heredado de la madre esa insuficiencia. Ella se niega a admitirlo, cree que como todavía no ha tenido aviso alguno, puede seguir una vida normal. Los paseos, los caballos, no hacen daño a nadie; las emociones son lo peor. Usted sabe también que algunas veces padece postraciones nerviosas…
Don Juan no pudo sostener la mirada de aquel hombre apuesto y bien vestido, pues se la dirigía con un brillo de advertencia que podría interpretarse como: “parece mentira que una persona de su edad esté en amoríos con una joven enferma y sensible a la que pone en grave riesgo”.


Una vez incorporado al trabajo, Pestaña le informó de que Cánovas había cedido el poder a Sagasta y de que éste había nombrado ministro de Estado a Segismundo Moret. En principio, no le preocupó, pues, aunque nunca le sería tan favorable como Elduayen, Moret no tenía nada contra él y, las pocas veces que se habían visto, lo había tratado afablemente. Era un presumido y un sabelotodo, tenía una oratoria cargada de fullería, pero ¿qué político no andaba más o menos lo mismo?
Luego, Pestaña le dijo que el juez ante el que solicitaron el cierre de “Patria” no había admitido la denuncia, considerando que "la libertad de prensa en los Estados Unidos es algo sagrado y que ese diario defiende los mismos principios que el pueblo americano". Al terminar de exponer las novedades, don Saturnino carraspeó, pasó la mano por su calva y cogió un periódico que había sobre la silla. Con el brazo encogido, se lo entregó a don Juan.
− Lea la sección “High Society”.
Pestaña salió de la habitación y dejó solo a don Juan.
Era una vez más el World. Aparecían unas preguntas planteadas como adivinanzas. La tercera decía: “¿Qué diplomático extranjero, casado y con hijos, mantiene un "love affaire" con una "belle" washingtoniana?” Así pues, a pesar de que Herlizer había ganado, de que el periódico cubano no se había cerrado, todavía insistía en hacer daño. Bueno, eran dos líneas, no figuraban los nombres ni los detalles ni el escándalo, sólo un acertijo que resolverían los que de todas formas ya lo sabían. Lo mejor, no darse por aludido.

La noche siguiente, en casa de la duquesa de Bonaparte, don Juan salió a la terraza con Catalina. Ella se acercó y trató de besarle. Don Juan apartó la boca.
− ¿No ves que todavía tengo pupas?
− Me da lo mismo – y levantándose un poco, le dio un rápido beso en cada uno de los ojos.
− El doctor Gardner me ha dicho que no debes contagiarte, ni abusar de las emociones.
La cara de Catalina quedó ensombrecida por un instante. Pero luego otra vez la luz volvió a su mirada.
− ¿Qué más te ha dicho?
− Que no tienes muy bien lo que yo más quiero de ti. ¿Por qué no me lo has contado?
− No quiero que me tengas pena… ¿Que lo he heredado de mi madre? Estupendo, ella ha dado a luz a nueve hijos y tiene cincuenta años. Estoy decidida a vivir con intensidad lo que me quede de vida…− Catalina se acercó, le miró a los ojos y con voz serena continuó:
− Una hora de vida gloriosa vale más que una vida de horas tediosas…
− Eso dicen los románticos, pero estamos a final de siglo.
− No te preocupes por mí, tengo unos buenos años para vivir.
− ¿Has leído lo que ponía el World de nosotros? − preguntó don Juan.
− No. Me lo ha resumido Olga. ¿Qué nos importa lo que piense la gente? ¿Nos consuelan cuando sufrimos? ¿Están allí cuando extendemos la mano buscando que nos rescaten?
− Pero a tu padre…
− Mi padre quiere sobre todas las cosas que yo no sufra. Y aunque sé que le cuesta trabajo comprenderme, hace todo lo posible.
− Así me gusta verte – aseguró don Juan con voz contenta.
− ¿Ves?, ahora tengo el sentimiento vivo de que me quieres, y soy fuerte y feliz, venga lo que venga… Pero cuando sospecho que estás cansado de tu vida aquí, que echas de menos a tus hijos, tus libros, tu tierra, mi razón me ordena querer que te vayas a donde más te guste, que no te haga sentirte en el más mínimo grado atado por mí. No puedo imaginar amar a una persona y no desear que se sienta libre. Entonces, una mano fría agarra mi corazón. Intento decirme a mí misma: “Soy fuerte, soy muy fuerte” y, después de todo, será lo que tenga que ser. Si he de ser infeliz, lo seré; hay un fin para eso también.
− No debemos preocuparnos... Al fin y al cabo, Sagasta es liberal.

32. Baltimore. Las armas. La expedición

En Baltimore, Paco y Juanito bajaron del tren en la estación de Mount Claire. Se encaminaron hacia el puerto. Pasaron por calles anchas de ciudad rica; en las casas, con fachadas de colores, brillaban lustrados aldabones. Cuando llegaron al muelle Fells Point, se detuvieron ante el edificio de la aduana. Una lonja central dividía el embarcadero en dos alas. En ninguna de ellas vieron nada, sólo barcos de recreo o de pesca. Anduvieron un rato hacia el oeste; pasado un buen trecho, el tamaño de los barcos se hacía cada vez más grande. De un velero con cinco mástiles y casco de acero, descargaban nitrato de Chile; el humo de las chimeneas desdibujaba la mole blanca de un trasatlántico. Pero, ¿dónde estaba el Crawford?

Por fin, lo encontraron amarrado junto al Constellation, un clipper majestuoso de la marina americana. El vapor mostraba el aire derrotado de las viejas máquinas que sólo quieren los desesperados: cubierto de óxido y cicatrices, roídas las maromas, desconchada la chimenea. No mejor parecía el elemento humano de la tripulación, compuesta por dos escuálidos marineros descoloridos y grasientos. Con todo, el mascarón de proa lucía recién pintado, engalanado para hendir la brincante espuma del Atlántico. Juanito no terminaba de creerse que aquel barcucho fuera su objetivo. ¿Esa iba a ser la hazaña? ¿Detener a un cascarón al que con toda seguridad destrozaría el Caribe por su cuenta y sin mucho esfuerzo?

Paco observó las casas más cercanas; en la pared lateral de una de ellas, vio escrito con grandes letras: "Crowley´s Rooms". Se dirigieron allí. Era una fonda de marineros, toda de madera, con buenos ventanales. Serviría como observatorio. Pidieron albergue. Después, Paco volvió a la estación por si las armas llegaban en un tren. Juanito, desde el cuarto, acechaba los movimientos en el muelle. Le costaba mucho fijar la atención continuamente en el Crawford, así que, de cuando en cuando, se entretenía mirando el ajetreo del puerto. Por medio de garfios, descargaban de un ballenero gruesos tacos de carne blanca; con poleas, los sacos de la Collins Sugar descendían hasta el suelo y un niño negro se colgaba, alegre, de la cuerda bajando con ellos.

En una de las ojeadas al vapor, Juanito vio gente nueva sobre cubierta. Enfocó los prismáticos, pudo distinguir a Agramonte y al general Gómez hablando con un yanqui gordo, vestido de oficial. A Ignacio, con su flamante uniforme, trató de borrarlo; atendió a Gómez, que le pareció, desde lejos, un abuelo orgulloso. ¿Era ese carcamal el jefe de los rebeldes? ¿Ese señor mayor era su enemigo? Al poco tiempo, subió al barco otro individuo muy distinto: alto, gallardo, desafiante, uniforme blanco, amplios bigotes, sombrero de paja, mulato de bronce, Maceo. Le reconoció gracias a los retratos de la "Ilustración". Ese sí daba el tipo de guerrero temible. Aquella presencia, aun en la distancia, imponía respeto. Se borró de golpe su perspectiva de cazador. Al instante, consideró la pequeña pistola que escondía en su abrigo como un juguete irrisorio. Poco a poco, iban llegando cubanos; vestían de paisano, parecían fuertes y saludables. A Juanito le temblaban los prismáticos. Él estaba solo. ¿Y si zarpaban ahora? ¿Y si llegaban las armas y no aparecían los federales?

La chimenea del barco comenzó a echar humo, la tripulación se movía por cubierta. El Crawford trataba de salir. Juanito miraba alelado, como si no se lo creyera. El vapor se alejaba del muelle. ¡Seguro que tenían las armas! Bayard era un embustero. No había aparecido ningún federal. O peor, alguien había saboteado sus órdenes. En cualquier caso, un barco con Maceo, Gómez y Agramonte partía para Cuba lleno de rebeldes.

El vapor había rebasado el embarcadero principal. Si quería abandonar el puerto, necesitaba navegar un buen rato; después, atravesar toda la bahía de Chesapeake para salir a mar abierto.

Llegó Paco. Juanito le señaló el barco desde el ventanal.

− ¡Se van, se van…!

− ¿Han cargado las armas? − preguntó Paco.

− No, mientras yo he vigilado.

Lento, ufano con su mísera apariencia, seguía avanzando el Crawford. La chimenea expulsaba humo negro, enérgico, como si el vapor se dispusiera a emprender una hazaña y la pregonara a todos con orgullo. En concordancia animosa de los espíritus, los cubanos cantaron una balada patriótica.

El barco se detuvo en el embarcadero Cardiff. Desde la ventana de la fonda, Paco y Juanito observaron el suceso.

− ¡Se han arrepentido! − exclamaron a dúo.

Paco cogió el sombrero, le dijo a Juanito que le siguiera y salieron corriendo escaleras abajo. El muelle en el que había parado el barco distaba de la pensión casi un kilómetro. Tenían que darse prisa. La carrera por el laberinto de pacas, casetas y grúas fue agotadora. A menudo, perdían de vista el objetivo, y tenían que volver a orientarse. Al cabo de un cuarto de hora, alcanzaron el muelle Cardiff. Allí lo comprendieron todo. El Crawford había amarrado justo en el lugar donde terminaba una vía de ferrocarril. Se hallaban ante un muelle que hacía posible la descarga directa de tren a barco. Juanito y Paco, sin respiración, se apostaron tras unos grandes fardos para vigilar el vapor.

No tardó mucho en llegar un mercancías. Los cubanos empezaron a bajar las armas de los vagones para trasladarlas al barco. Juanito intentó salir del parapeto. Paco le retuvo.

− ¡Se las van a llevar! Esos malditos federales no vienen.

− ¿Y tú qué vas a hacer? ¿No te das cuenta de que van armados? − preguntó Paco, asombrándose del arrojo repentino de Juanito.

Las cajas continuaban subiendo al barco a buen ritmo. Ignacio y Maceo contemplaban satisfechos la operación desde el puente. Gómez no les acompañaba. El tren comenzó a dar pequeños tirones, resoplaba con nubes blancas de vapor que inundaron el muelle de súbita niebla. Cuando ésta se disipó, surgieron dos fornidos individuos dirigiéndose al Crawford. Desde abajo, mostraron a Maceo unas placas, y al instante subieron a cubierta.

− ¡Los federales, los federales! − gritó Juanito, mientras daba saltos infantiles.

Los americanos abrieron una caja, contaron los fusiles, anotaron la numeración, la fábrica, las municiones. Permanecieron un buen rato escribiendo. Luego, pidieron el permiso de exportación.

− Tenemos la factura de compra. Otras veces eso ha bastado − explicó, confiado, Ignacio.

Gómez fue avisado y salió a cubierta. Los federales no hicieron caso de la aparición del caudillo, siguieron hablando con Agramonte.

− Están ustedes acusados de exportación ilegal de armamento. Deben volver a bajar las cajas.

− Pero son nuestras, miren estas facturas − protestó desencajado Ignacio.

Maceo observaba a los dos federales con un fruncimiento de cejas en el que se podía adivinar primero sorpresa, después amenaza. Ignacio argumentaba que el pueblo americano apoyaba la causa de la libertad, que nunca había estorbado la lucha...

− Nos limitamos a cumplir la ley. No pueden sacar las armas del país.

Maceo tomó la palabra.

− Está bien... ¡Eh, vosotros...! Bajad otra vez las cajas al muelle. Dejadlas donde digan estos caballeros.

Los cubanos, hoscos, refunfuñando, iniciaron el descenso. Paco y Juanito, desde su parapeto, no perdían detalle. "Por fin, los americanos cumplen sus promesas. Un triunfo de nuestra misión. Todos ascenderemos", pensó Juanito.

De las cien cajas cargadas en el barco, ya habían sido devueltas unas veinte; los federales bajaron a tierra para dirigir su colocación en los carromatos. Entonces, Maceo ordenó a los porteadores que se quedaran en cubierta y dejaran las armas allí. Los cubanos sonrieron luminosamente. En un abrir y cerrar de ojos, retiraron la pasarela. El Crawford inició la marcha. El capitán Pattyson se había negado, pero Maceo le tenía encañonado y dirigía a regañadientes la maniobra. Los federales, entretenidos con sus anotaciones, todavía no se habían percatado. Juanito fue el primero en darse cuenta de que habían retirado la pasarela. Salió gritando del parapeto:

− ¡Que se van, que se van,...!

Los federales, al oír a Juanito, miraron hacia el vapor, viendo cómo se separaba del embarcadero. Corrieron hasta el borde del muelle, comenzaron a disparar con los revólveres.

− Es una locura, nos detendrán antes de salir a mar abierto − dijo Agramonte a Maceo.

− Lo que es una locura es dejarnos capar teniendo huevos − replicó el titán −. Una vez navegando... ya veremos. Lo importante es no herir a esos funcionarios.

Gómez agarraba con fuerza la brújula, como si quisiera hundirla en su soporte; miraba emocionado a Maceo. Los disparos de los federales sonaban cada vez más lejos. El vapor, a toda máquina, enfiló la salida del puerto. Por mucho que se apresuraran los americanos en dar aviso a las patrulleras, tenían media hora de ventaja.

El capitán Pattyson sugirió buscar un escondite en el embarcadero privado de alguna de las villas que rodeaban la bahía. Él conocía uno en el que los árboles formaban una cortina vegetal tan densa que, bajo su sombra, serían invisibles. Maceo y Gómez estuvieron de acuerdo; pronto se encontraron protegidos en ese lugar.

Allí pasaron varias horas atisbando, entre los ramajes, cómo, a lo lejos, navegaban las patrulleras por el centro de la bahía. En una ocasión, se acercaron a menos de trescientos metros. Cuando pasaron dos horas sin verlas, decidieron salir del escondrijo. Las autoridades americanas no habían insistido mucho en el rastreo. Ellos eran populares, los españoles no. La marina había cumplido: camino libre. Ese era el mensaje que los cubanos creían leer en el cese de la búsqueda, en el bogar tranquilo de los yates a su alrededor, con ricachos saludándoles, agarrados a la caña de pescar.

Abandonaron la bahía. Ignacio se encontró de súbito con el mar abierto y agitado; tuvo que disimular el sobrecogimiento ante aquella inmensidad, el miedo al monstruo de agua al que se ofrecía el cascarón. Miró el rostro tranquilo de Maceo, su sonrisa de confianza decía: no penséis, ya estamos en Cuba, lo peor pasó. El titán inició una canción patriótica, todos los tripulantes subieron a cubierta; Gómez el último, con la cara descompuesta de quien no puede evitar el mareo en los barcos. Acompañó a Maceo un coro que se alzaba melodioso por encima de las olas. No tardarían mucho en llegar a la altura de Cayo Hueso. Allí debían cargar carbón y agua potable, recoger los uniformes confeccionados por las mujeres de los tabaqueros. No, eso ahora había que descartarlo. El cónsul español estaba alertado. Irían, sin dilación, a las playas de Sierra Maestra.

Maceo cantaba:

El soldado que no bebe

y no sabe enamorar

¿qué se puede esperar de él

si lo mandan avanzar?

Ahora comprendía Ignacio lo que era un caudillo: el que quita el pánico, el que hace natural y necesario el peligro, el que, con su presencia, ahuyenta las balas y hace creer a los soldados que son indestructibles, el que saca del fondo cobarde de cada uno la llama altruista de la entrega. ¿A qué? A lo que él, el iluminado, señale. El que libera las energías del miedo y las concentra en un objetivo, ennoblecido por ser fruto de su propia voluntad. Ignacio oía en la voz de Maceo el desgarro, la alegría de la lucha próxima. Y se sentía ligero, en paz, justificado.

Avisó el vigía de una vela a babor. El capitán Pattyson, con el catalejo, pudo distinguir un barco, pero se encontraba muy lejos, apenas una pelusa blanca en la barra de neblina gris que soldaba el mar con el cielo.

− Parece un velero...

Siguieron las canciones. Ya no eran patrióticas. Volvían las guajiras del campo, de las penas de la vida, de los desengaños. Salió el ron, y un guitarro, al que el soplo de la brisa arrebataba las notas. Gómez y Maceo consultaban mapas de la Sierra. Ignacio escribía en su libreta sentado sobre las tablas de cubierta.

El vigía volvió a avisar: el barco se acercaba. El capitán reconoció la bandera española, quizá un buque−escuela, por lo blancas que se veían las velas, por los uniformes que ya era posible divisar sobre cubierta. Maceo ordenó evitar cualquier movimiento extraño. Sólo saludar, si se presentaba el caso, y seguir. No abrir la boca, dejar de cantar para que no oyeran el español. Cada marinero debía tener un arma a su disposición. ¿Qué les iban a hacer unos guardiamarinas? Poco, aunque podían informar. El encargado de parlamentar sería el capitán; a todos los efectos, aquello era un barco americano, con los papeles a nombre de Pattyson. Maceo, Ignacio y Gómez se escondieron en el puente. Por la banda de estribor del velero, surgió una figura erguida que gritó con voz campanuda:

− El capitán de la Astarté presenta sus respetos al capitán de ese buque.

Pattyson se adelantó y saludó con la mano.

− Good afternoon, Can I help you?

− Sí, puede ayudarme. Busco un carguero que transporta armas y filibusteros. La descripción es parecida a la del vapor que está bajo su mando.

− Hay miles de cargueros viejos… − replicó Pattyson en castellano.

− Sí, sí, no pienso molestarle; sólo le agradecería que permitiera a un par de mis hombres mirar en sus bodegas. Debe entenderlo, se trata de una inspección militar.

El capitán Pastorín hablaba con energía ulisíaca. El tono firme y marcial del marino se alzaba entre las ráfagas de espuma picada y brisa insistente.

− Usted no puede abordar una nave que no es de su país. Esta es territorio americano.

− Lo sé, lo sé. Pero tampoco me podrá impedir que le siga a dondequiera que vaya. Si no nos deja subir, me tendrá pegado a su popa hasta los confines del mundo.

Comenzaron a salir de sus escondites en la Astarté marineros con fusiles.

− Haga lo que quiera − concluyó enfadado, orgulloso, Pattyson.

El americano fue al puente de mando. Allí deliberaron. No les quedaba otro remedio que seguir el camino. Tratarían de esperar la ocasión propicia, quizás alguna de las calmas tan frecuentes en la época, para desembarazarse del velero. De lo contrario, tendrían que pelear. La lucha sería fusil contra fusil.

Faltaban unas dos horas para pasar por Cayo Hueso. A menos de media milla, les seguía la Astarté como un avestruz: rígida, empinada, con los ojos gallináceos puestos en aquel ataúd mohoso lleno de odio y de ilusión. El viento que inflaba las velas amainó de repente. Cada vez avanzaba menos la corbeta. El vapor seguía su ritmo cansino, aunque ya con una ventaja de una milla. Pastorín, al ver que se alejaba el Crawford, maniobró para aprovechar el gramo de brisa que quedaba. No consiguió nada. Continuaba la calma, el vapor aumentaba la ventaja. Los cubanos vieron con júbilo cómo se empequeñecía el velero. Pattyson ordenaba más carbón. Al fin, la lógica se impondría: el vapor vencería a la vela. El americano ya no necesitaba que Maceo le insinuara la pistola, actuaba por iniciativa propia, le había desafiado un igual, un orgulloso marino, y estaba dispuesto a que no le cogiera.

Se levantó otra vez el viento. La Astarté comenzó a acercarse, aunque todavía de forma poco preocupante. Una racha más fuerte, sin embargo, la situó de nuevo pisando los talones del vapor, con tal impulso que Pastorín pudo aprovechar para cortarle el paso.

Los cañones asomaron por las disimuladas troneras. La primera andanada no alcanzó al barco, pero hizo que todos los cubanos subieran a cubierta con sus armas. Maceo desenvainó el sable y dirigió las descargas de fusilería contra el navío español. Ignacio salió movido por el ejemplo de los demás. Vio las caras secas, los ojos ausentes, de los guerreros. El agobio, la curiosidad, la asfixia, el valor, y ya estaba en la pelea. Cogió el rifle que le pasó un marinero; se puso también a disparar. Pastorín separó la Astarté lo suficiente para que no llegaran con dirección las balas, pero pudieran alcanzar al vapor sus cañonazos. La segunda andanada fue dirigida a la bodega. El estruendo del impacto puso en todos los cubanos una mueca de asombro y estremecimiento. Le habían dado a las armas, el agua entraba en la bodega, las cajas flotaban, la paja protectora podía verse ya en el mar.

− Tenemos que rendirnos, hacemos agua − gritó el capitán Pattyson.

− No hay rendición − contestó Maceo. Y siguió disparando.

Un tercer cañonazo dio en proa. La metralla derribó a tres marineros. Ignacio sintió el plomo ardiente penetrar en su hombro derecho, justo donde apoyaba el fusil. Perdió la visión por un instante. Aturdido, dio unos pasos inciertos, y cayó al suelo. Desde allí, podía oír los gritos de Maceo animando al combate, a los marineros heridos chillando de dolor.

Pattyson alzó la bandera blanca. Cesaron los disparos. Por la borda, dijo:

− Tenemos una vía de agua y heridos.

− Pueden ir a Cayo Hueso. Nosotros les escoltaremos − gritó Pastorín, entre la azul neblina de la pólvora.

− ¿Tienen médico a bordo? − preguntó Pattyson.

− Sí, ahora va para allá.

En la cubierta del sollado los heridos gemían y maldecían. Ignacio fue trasladado al interior, llevaba la camisa ensangrentada. Tenía paralizada la parte inferior del cuerpo. El cirujano español intentó buscar el trozo de plomo, pero había penetrado mucho, no tenía herida de salida en la espalda. La metralla era evidente que estaba alojada en la columna vertebral. El cirujano le preguntó qué sentía. Ignacio contestó que un torrente de sangre cada vez que respiraba y un dolor agudo en el pecho. “Noté cómo me rompía”.

Maceo y Gómez entraron a verle.

− No se preocupe. Ya mismo llegaremos a Cayo Hueso. En el hospital se pondrá bien − le dijo Maceo con voz bronca y afectuosa.

− Derrotados…− susurró Ignacio.

− Sólo unos rifles − contestó Maceo.

Había perdido mucha sangre; estaba sin conocimiento cuando las dos monjitas quisieron quitarle la ropa para meterlo en la cama del hospital. El médico le dijo a Gómez que no tenía salvación; la metralla le había perforado el pulmón derecho, era inútil extraerla de la columna vertebral. El general dispuso que permaneciera a su lado un cubano de uniforme. Si volvía en sí, debía sentirse acompañado por las armas de la patria.

Maceo habló con la prensa y con los cubanos de Cayo Hueso, que le rodeaban ceremoniosos. La mayoría de los rifles había desaparecido, el boquete que hizo el cañonazo tenía arreglo. La expedición había fracasado, explicaba, pero era necesario minimizar las pérdidas. El Crawford podría servir en otro momento. Sería el primer barco de la marina cubana.

El capitán Pattyson se evaporó. Huyó sin reclamar el sueldo. El hijo de don Bernardo Quirós presenció la llegada del barco, el descenso de los héroes, el traslado de Ignacio. Vio la corbeta de Pastorín, altiva y pacífica, esperar en la boca del puerto hasta que terminó el desembarco, luego, largar velas hacia el océano. Llegó jadeando a la tienda; le contó todo a su padre. Don Bernardo fue a la oficina de telégrafos y puso un cable: “Crawford desfondado Cayo Hueso. Agramonte probablemente muerto. Quirós”.

31. Juanito presta un servicio a la patria

Juanito se hizo acompañar por Paco, no quería encontrarse a solas con el espía en la estación. Tendría que compensarle a Ausubel el desplazamiento desde Nueva York, pero la oportunidad lo merecía. Al salir de la embajada, puso en antecedentes a su amigo: Victoria había perdido la pista de Agramonte, algo serio se estaba tramando contra España. Paco le dijo que, aun sin tener en cuenta esa desaparición, el desusado movimiento de los cubanos resultaba sospechoso. Los cónsules en Nueva York, Nueva Orleans, Filadelfia, advertían de la agitación independentista; el de Cayo Hueso, Quirós, dos días antes, había informado de que se sucedían los actos patrióticos. En cuanto a la recluta, sonaba una cifra preocupante: dos mil quinientos hombres.

− Sí, sí, pero lo de Ignacio es lo más importante. Hay que saber dónde se encuentra en estos momentos. Es uno de los cabecillas... − decía Juanito, mirando a Paco con un poco de irritación.

− Tú quieres saber dónde está Ignacio, bien. Lo que importa de verdad es el movimiento de los rebeldes.

− Y también dónde se encuentra Agramonte; para eso pago. Mi curiosidad coincide ahora con el interés de la patria. Ese poeta es un traidor, ha mamado de su madre para después buscar su perdición. ¡Si me lo encontrara cara a cara!

La apariencia de Juanito − su estrecha cabeza comprimiendo los ojos contra la nariz, la nuez saliente como una cornisa, pálido, consumido − contrastaba con la de Paco, sólida y tranquila.

Al bajar del tren, el espía francés dudó sobre qué dirección tomar. Paco, alzando el brazo, le indicó dónde estaban. No hubo saludos. Se dirigieron hacia un café junto a la estación. Una vez allí, sentados los tres en un velador, Juanito preguntó:

− ¿Y Agramonte?

Ausubel sacó un pañuelo, se sonó la nariz; luego, miró parsimonioso a un lado y a otro, y se dirigió a Paco.

− Su amigo lo quiere saber todo de golpe. Igual que usted en el asunto de la dinamita. ¿ Recuerda…? Y la historia es larga. Antes de nada, me gustaría preguntar si el embajador conoce esta reunión, si estamos ante un asunto privado u oficial.

− ¡Lo que quiere saber es si puede cobrar de las dos partes! ¿No es así? − intervino Juanito impaciente −. Pues no, el embajador no está enterado. Esto es privado, para eso le pagué yo y es a mí a quien tiene que responder.

− No sea maleducado − replicó Ausubel secamente −, no se trata sólo de dinero. Me gusta conocer el sentido de mi trabajo. Yo no soy un detective privado al que contratan amantes despechados. Acepté su encargo porque Agramonte desempeña cada vez papeles más importantes, porque es una pieza de primer orden. Pero he obtenido información valiosa sobre un asunto central para ustedes: la hermandad.

− ¿Qué hermandad? − interrumpió Paco.

− Esa noticia es para el embajador, díganselo cuando vuelvan.

− ¿A qué hermandad se refiere? − insistió Paco.

− Si hay un buen precio, hasta me arriesgaría a hablar de ella − dijo, con mueca resignada, Ausubel.

− Diga ya lo que sepa de Agramonte − intervino nervioso Juanito.

− Bien, les seguí, a él y a un abogado del comité, hasta Nueva Orleans. Un largo viaje... Me hospedé en un hotel frente al de ellos y vigilé todos sus movimientos, que, en realidad, se redujeron a uno solo: buscar a un armador, un tal Finlay. Les vi en el muelle visitar con él un barco de vapor, el Crawford. Gesticularon y hablaron durante un buen rato; al fin, se estrecharon las manos. Cuando se fueron los cubanos, hablé con Finlay. Le apreté las tuercas con que era del servicio secreto, y me contó que acababa de vender el vapor. Debía llevarlo a Baltimore el día catorce. Le habían pagado la mitad en el momento y el resto se lo darían a la entrega. Según me dijo, era la primera vez que ayudaba a los rebeldes, y si accedía a informarme, era debido a su patriotismo: América lo primero.

Ausubel hizo una pausa, tomó aire y observó el efecto de su relato. Miró a Juanito, que no paraba de hacer pequeñas tiras con la servilleta, y continuó:

− Ahora Agramonte se encuentra en Nueva York, anteayer estuvo en Washington. Comprenderán lo que vale en dólares toda esta historia. Me debe − dijo Ausubel dirigiéndose a Juanito con gesto frío − más de quinientos, entre viajes y alojamiento. Todo muy barato. En resumen, la expedición filibustera, como ustedes la llaman, sale de Baltimore el día quince. Díganselo al embajador.

− Mi tío no quiere saber nada de usted − repuso Juanito, con voz conciliadora.

− Háblele de esto y del otro asunto. No será tan necio como para no apreciar la calidad de mis noticias. Puede proponerle que se entreviste conmigo el día dieciséis, cuando se confirme todo.

Juanito sacó un fajo de billetes nuevos de diez dólares y lo puso encima del velador.

− Aquí tiene la entrega prometida. Es todo lo que puedo darle. Hablaré con el embajador, pero de mí no puede sacar un céntimo más.

La rabia se adueñó de Juanito. ¡Agramonte había estado en Washington dos días antes! ¡A verse con Victoria! ¡A sellar el pacto amoroso! La despedida del héroe que se monta en un barcucho y desembarca en una playa desierta. ¿Es eso valentía, cuando se tiene la recompensa de la admiración de la amada? ¿No es él mucho más valiente? ¡Él, que no se quita la vida! ¡Él, que aguanta las diplomacias de la respiración habiéndolo perdido todo!

Quedaron solos Paco y Juanito delante de los vasos vacíos. Ausubel les dejó ensimismados: uno rumiaba barcos, otro miraba puñales que pasaban por su cabeza. Paco rompió el silencio.

− Hay que contarle todo esto a tu tío enseguida. Dentro de tres días, debemos hacer algo en Baltimore, tenemos que impedir ese viaje.

− Ese traidor... Es preciso eliminarlo, es una alimaña cargada de dinamita y de fusiles para matarnos a los españoles.

− Venga, venga, déjate de monsergas. Esto es una guerra y ellos creen tener la razón; creen que no van a matar, sino a liberar. Y sobre todo, es Victoria la que lo ha elegido.

− Tú siempre le has defendido...

− Hay que ser imparcial.

− Tú lo que eres es tonto. A un Mesía no lo voltea un mulato de mierda.

Paco miró airado a Juanito, sintió el impulso de darle una bofetada allí mismo. Pero se contuvo; fijó su atención en la cara bonita de la camarera − limpia y rubia − entre la atmósfera humosa del café.

− Volvamos a la embajada − concluyó Paco, enfadado.

En la antesala del despacho de Bayard, don Juan apenas tuvo que aguardar unos minutos. El secretario le hizo pasar antes que a una comisión de polacos que esperaba desde muy temprano. Bayard le recibió con atenta seriedad. Se imaginaba el objeto de la visita. Hasta él había llegado noticia del ajetreo rebelde. Lo que no sabía, dijo, era lo de la compra del barco.

− Tenga la seguridad de que impediremos la salida del buque si transporta armas, pero para ello debe ser más concreto. Por ejemplo, ¿cuál es el nombre?

− El Crawford, matrícula de Nueva Orleans...

− ¿Puede describirlo...?

− Según mis informes, un vapor remendado, aunque amplio y con capacidad de carga.

− ¿Quién fue el vendedor? ¿Y el número de la matrícula?

− No lo sé.

En realidad, don Juan no quiso reconocer que a pesar de habérselo dicho Paco, había olvidado el nombre del armador. La matrícula no la tomó Ausubel.

Bayard anotaba todo lo que decía don Juan. Se traslucía en su actitud un interés sincero por el asunto. Don Juan observó, sin embargo, que su mirada no era tan recta como de ordinario, que no se demoraba en el contacto cara a cara con la misma naturalidad que antes. La expresión, aun siendo amable, tenía un toque mínimo, pero perceptible, de frialdad. Don Juan dudaba sobre el origen de ese leve cambio. Lo achacó, por fin, a Catalina. Bayard sabía ya quién hacía sufrir a su hija. No había puesto reparos al entusiasmo de ella por el embajador español, lo había entendido como una amistad espiritual, literaria, a la que la diferencia de edad ponía a salvo de complicaciones. Aunque veía poco a su hija, cada vez la notaba más distraída, menos comunicativa, más al borde de uno de sus terribles ataques de tristeza. Llegó a pensar que padecía amores desdichados con algún joven diplomático. Sin embargo, una tarde, al atravesar el parque, desde el coche que le trasladaba al despacho, vio a su hija paseando con don Juan . Percibió, en una ráfaga, la actitud de ella y lo comprendió todo: Catalina no cogía del brazo a un viejo amigo y simpático embajador, sino al hombre de su vida.

Bayard hizo una pausa en sus anotaciones y miró inexpresivo a don Juan:

− Supone usted que en Baltimore cargarán las armas... Enviaremos allí a la policía de aduanas para que registre el barco.

− Si el Crawford llega allí el día catorce, es lógico que los fusiles también. Por eso preferiría que mandara a los federales. Los de aduanas son iguales en todos sitios.

− No podemos invadir competencias... − dudó Bayard.

− Según se me alcanza, esto es un caso de política exterior y es la policía del Estado la que debe actuar. Por otra parte, ¿qué han hecho los de aduanas en todos los embarques filibusteros del pasado? Por lo que sé, absolutamente nada.

− Debo advertirle que en este país el tráfico de armas es legal. Lo ilegal es que no paguen las tasas exigidas para la exportación.

− En todo caso, le rogaría que mandara a los federales.

− Veré qué puedo hacer.

− También quería hablarle del periódico del comité de Nueva York. A diario, hace llamadas a la rebelión o publica falsedades y exageraciones sobre la actuación de mi gobierno en Cuba. Y sobre todo, estamos seguros − mi cónsul tiene todas las pruebas − de que las consignas para la expedición que se prepara, se publican camufladas dentro de sus páginas.

− El presidente no puede cerrar un periódico. Sólo pueden hacerlo los jueces. En estos momentos, por lo demás, no veo muy oportuno para ustedes airear esa cuestión. A toda la prensa la tendrían en contra. Debe saber que el Senado ha adoptado una resolución urgiendo al presidente a reconocer la beligerancia de los rebeldes cubanos. Usted conoce a Cleveland, sabe que no acepta imposiciones a su autoridad, que rechaza apoyar la insurrección de los cubanos, pero no sería favorable para nuestro gobierno tener la hostilidad de la prensa, del Senado y, tal vez, del Congreso.

Don Juan quedó en suspenso durante unos segundos.

− De todas formas, le ruego que no olvide mandar a los federales.

− No deja de admirarme − y Bayard cambió a un tono confidencial − el valor de estos hombres. Hacer la travesía del Caribe en semejante cascarón, arriesgarse a la vigilancia de la flota de ustedes, desembarcar en sitios difíciles, esconderse y sobrevivir en las sierras...

− Razón de más para que impidamos que corran tales peligros y calamidades − replicó, con una sonrisa, don Juan. Y luego más serio:

− Yo también admiro el heroísmo, aunque trato de derrotarlo si es a mi costa. Ni usted, ni yo, seríamos buenos soldados. Para matar, supongo que hay que odiar al enemigo, animalizarlo, nunca comprenderlo.

− Tampoco, me temo, que sea un buen padre − soltó de pronto Bayard, cuando se dirigía hacia la puerta con don Juan para despedirle −. Apenas tengo tiempo para mi hija.

− Los políticos cargamos con esa cruz − admitió don Juan sin mirar a Bayard −. Yo quisiera traerme aquí a mis hijos, pero no convenzo a mi mujer.

Creía él que, presentándola en medio de la escena, su familia actuaría como escudo para evitar indagaciones que temía inminentes por parte de Bayard.

− Seguro que usted ve a mi hija más que yo − dijo el padre de Catalina, con aire de reproche y celos paternos.

− Casi todos los días, en casi todas las tertulias − puso don Juan énfasis en “tertulias”.

Ya en la puerta del despacho, el jefe de la comisión, harto de esperar, se precipitó hacia Bayard y le estrechó la mano; a continuación, los polacos desfilaron hasta que estuvieron todos dentro. Don Juan vio pasar la caravana como un soplo alegre de pájaros bienaventurados.

Volvió andando a la embajada. “No puedo hacer el ridículo. Seducir a la hija de quien depende mi éxito profesional es una majadería, una maldita vanidad de donjuán decadente. No hay pasión por mi parte. Ni locura, ni método. Abandonarla, eso sería responsabilidad y sensatez. No quiero pensar en lo que va a sufrir. No quiero ponerme en su lugar. Si lo hiciera, nunca tomaría la decisión. Ahora, bastante tengo con los cubanos. Debo ir enfriando poco a poco a Catalina. ¿Enfriarla? ¿Y quien me dará su calor? A mi edad, es lo máximo a que puedo aspirar. Voy a dejar de frecuentar las tertulias. Le diré que no podemos traducir juntos porque el trajín con los independentistas me exige todo el tiempo. Si las cosas se ponen dilemáticas, si hagas lo que hagas te vas a equivocar, lo mejor es dejar el mundo correr. Mañana, Dios dirá. Hoy, sólo es urgente mandar un cable cifrado a don Ignacio María, advertirle de la expedición que se proyecta para que tome medidas, por si Bayard no puede impedirla”.

Juanito, Paco y Pestaña le estaban esperando. Al entrar don Juan por la puerta de la embajada, se fueron todos hacia él. “Ha prometido detener la operación. Enviará los federales a Baltimore para requisar las armas”.

− ¿Cree usted que lo hará? − dudó Pestaña.

− Es un hombre de palabra − contestó don Juan.

− Pero los que mandan aquí no lo son. ¿Confía usted en que los federales hagan algo?, ¿qué ocurrió en ocasiones anteriores?

− Nunca hemos tenido informes tan precisos, ni un Secretario de Estado tan favorable. Mi única duda ahora es lo del periódico.

− No podemos permitir ese panfleto− intervino Paco con vehemencia.

Don Juan miró a Pestaña y a Juanito. La expresión de los dos concordaba con la de Bustamante. Entonces, dirigiéndose a don Saturnino, le encargó:

− Prepare usted los papeles para presentarlos en el juzgado. No tenemos otro remedio. Ya sabe, la ley de neutralidad de 1818, el carácter bélico de las proclamas…

− Creo que debemos ir a Baltimore para asegurarnos. Si nos presentamos allí como testigos, no creo que tengan la desfachatez de dejarlos marcharse − propuso Juanito.

− Ve tú y que te acompañe Paco, si quiere.

Don Juan se sorprendió de lo pronto que había aceptado la idea de su sobrino. Si su hermana lo supiera... Fue algo superior a sus afectos familiares. Quería alejar a Juanito, cada día más irascible, más impertinente, con la cantilena histérica más desatada. “Sí, sobrino, vete lejos y desfoga tus ímpetus, haz algo útil... Y tarda en volver. Necesito tranquilidad en estos días virados”.

− ¿Cree usted que eso es prudente? − preguntó Pestaña.

− No tienen por qué darse a conocer, sólo observar la operación: vigilar el barco y ver lo que ocurre. Y si Bayard no cumple, podremos reprochárselo − contestó don Juan.

− No te preocupes, no nos perderemos un detalle de lo que hagan esos sinvergüenzas − aseguró, fogoso, Juanito.

− En fin, no sé. Haced lo que queráis. Pero nada de tonterías, ni de heroísmos. Sois diplomáticos profesionales − concluyó don Juan, mirando a su sobrino de manera especial.

Juanito salió a comprar equipo para el viaje. Su tío, cosa rarísima, le había enviado a una misión pasiva y agradecida, aunque, si la contemplaba con imaginación, encerraba cierto riesgo. Defender a la patria de aquellos dinamiteros, vigilar un barco de guerra con hombres armados: he ahí una aventura. Y ver a Ignacio, por fin, detenido, esposado, humillado. Eso no tenía precio. La ocasión merecía una ropa de "sport" elegante. Había oído que en Baltimore, a pesar de su carácter portuario, la gente vestía a la última moda.

Al volver de las tiendas, comprado ya el atuendo necesario, se detuvo ante una armería. En el escaparate, los cañones relucientes le sacudieron al instante. Se fijó en un revólver Smith&Weson pequeño, adecuado a sus manos mínimas, diseñado a la perfección para encajar en sus necesidades. Le daría seguridad. “Nunca se sabe con los cubanos. Como intenten algo, se van a encontrar con Lady Smith”. Si le miraban raro en la armería, diría que era para un regalo. Entró, y todo fue tan sencillo como comprar un peine. El dependiente había empezado a empaquetar el revólver, pero Juanito lo sacó de la caja y se lo metió en el bolsillo. Le cabía con holgura, con el abrigo puesto, no se notaría nada.

Cuando llegó a la embajada, fue a buscar a Paco. Desde fuera de la oficina, le hizo un gesto para que le siguiera. Ambos subieron a la habitación de Juanito. Paco la vio más revuelta que nunca: ropa y revistas ilustradas tiradas por el suelo, copas de coñac vacías, ceniceros atestados de colillas... A lo que había que añadir, para acabar de pudrir la atmósfera, la mezcla de colonia de París con el olor espeso de los zapatos desperdigados. Debajo de la ventana, colgaba una repisa repleta de frascos medicinales; destacaban por su volumen, uno de láudano para dormir y otro de masa azul para el estreñimiento.

Juanito sacó el revólver y, apuntando a la ventana, fingió disparar.

− Plomo al terrorista, balitas al cubano.

Paco se sobresaltó.

− ¿Qué haces, estás loco? Deja eso.

− Quería enseñártelo. Nos protegerá.

− Si lo llevas, no cuentes conmigo para ir a Baltimore − dijo Paco, mirando fascinado el arma que aún blandía Juanito.

− Ellos irán armados.

− ¿Y qué? Son los federales los que actuarán. Tú vas de observador, de diplomático. ¿Cómo se te ha ocurrido comprarlo? No has disparado en tu vida. Si la policía te lo encuentra, puede confundirte con un filibustero. Es más, ahora pareces un facineroso − observó Paco, cambiando a un tono menos áspero.

− ¿Y lo que me ha costado?

− Guárdalo como recuerdo. Es una pieza bonita.

− Bueno, tú ganas. No lo llevaré. No sé manejarlo, ni cómo se carga, ni lo del seguro.

− A ver, déjamelo.

Paco cogió el Lady Smith, lo miró y manoseó durante unos instantes.

− Hay que reconocer que tienes buen gusto.