8. Congreso Astronómico. El aguijón de la carne

                                           Congreso Internacional del Meridiano, 1884 
    Pocos días después de que su sobrino y Paco Bustamante emprendieran el viaje al Oeste, asistió don Juan al Congreso Astronómico. El vestíbulo del Willard Hotel rebosaba de uniformes militares y diplomáticos. Gorros, turbantes, sombreros de copa flotaban como corchos brillantes en un barril de melaza. En la atmósfera espesa, humosa, zumbaban murmullos en mil lenguas. Se iba a inaugurar la conferencia que fijaría el meridiano donde se supusiera el origen del tiempo. Las más apartadas naciones habían mandado representantes: japoneses, hawaitianos, árabes, hindúes… Algunas potencias acreditaron hasta cinco delegados. Por España, acudían don Juan y dos enviados especiales: don Joaquín Ruiz del Árbol, catedrático de Física en la Complutense, y un oficial de marina, don José Pastorín. El profesor Ruiz del Árbol sólo parecía relacionarse con su gran maleta negra; de aire aburrido y pedante, daba pábulo a pensar en un verdadero destructor de vocaciones científicas. Muy distinta impresión producía Pastorín. Llegó a Washington la noche anterior procedente de Cuba. Tenía bajo su mando el único buque científico español desde la corbeta Atrevida de Malaspina. No parecía un astrónomo. Las patillas gruesas, los dientes blancos, la sonrisa de hiena feliz recordaban a un próspero tratante de esclavos. Don Juan, apenas cruzadas dos palabras, simpatizó con él. Antes de comenzar las sesiones, Pastorín le contó que su misión habitual en la Astarté consistía en atisbar los cielos, estudiar los fondos marinos y observar el curso de las corrientes tropicales. Dejó para el final decirle que lo enviaba el Capitán General con la misión de investigar la dinamita y la compra de armas que intentaba Máximo Gómez. Don Juan le puso al corriente de sus últimas gestiones: la denuncia de Agüero ante Bayard, las notas casi diarias para urgir la detención de Marrero, los explosivos...
Don Juan había recibido instrucciones para apoyar la propuesta británica de que el meridiano origen pasara por Greenwich, en lugar de por París. Sir Lionel ya le había sondeado sobre la postura oficial española en una recepción reciente. Le dijo que Inglaterra contaba con la mayoría de los votos antes de empezar el Congreso porque tenía la “razón náutica” de su parte. Don Juan le contestó que, más que la razón, los ingleses poseían la fuerza de una formidable flota, por eso era natural que impusieran su criterio. Además, eran respaldados por los Estados Unidos, potencia naciente de la hermandad anglosajona. De paso, le comunicó a sir Lionel su esperanza de que, a cambio, los británicos aceptaran algún día el sistema métrico decimal. Fue entonces cuando el padre de Victoria soltó una sonrisilla meliflua, carraspeó y le preguntó por el reúma.
Don Juan no había tenido en su vida mucho trato con los cielos estrellados, tampoco tuvo tiempo de leerse el libro de Flammarion. Su relación con la astronomía se limitaba a saber que Perseo, Casiopea y el gigante Orión representaban en el cielo la escena del héroe que defiende a la princesa de un monstruo. Con ese escaso bagaje, iba a representar a España en la reorganización de los círculos máximos del globo terrestre.
Después de las primeras intervenciones, ya resultaba claro que el ganador sería Greenwich. Don Juan, desde su pupitre, declaró: “si las glorias pasadas hubieran entrado en cuenta para conceder a un país, a modo de corona o palma triunfal, la distinción de que el meridiano que pasa por su observatorio nacional fuese el primero, tal vez a ninguna otra nación, sino a España, tocaba de derecho tal preeminencia”. Los franceses chillaban de forma grotesca, palmeaban los estrados, enrojecían, mascullaban sobre “la fuerza de la tradición”, “París, centro cultural de Europa”, “grandeur”... Toda esa irritación contrastaba con la plácida asepsia del resto de los delegados. Era el francés, el único espectáculo al que los avezados sabuesos del periodismo americano trataban de sacar jugo.
Llegado el descanso, don Juan salió con Pastorín al vestíbulo para fumarse un puro. Los periodistas corrían hacia la escalera principal; formaron un círculo a la espera de que terminara de bajar un ser corpulento y calvo. Todos murmuraban su nombre: Herlizer. Por los escalones descendía el principal responsable del mal ambiente contra España que imperaba en la opinión pública americana. Había viajado a Washington para entrevistarse con el presidente. Bajaba los peldaños desenvuelto, orondo, con la plácida mirada de un paquidermo; le flanqueaban dos secretarias elegantes; por detrás, guardaba sus espaldas un jayán con sombrero de ala ancha, chaqueta de piel y pistola al cinto. Se detuvo Herlizer en el rellano, miró satisfecho a los chicos de la prensa:
− ¿Dónde está mi muchacho? ¡Eh, Gould, que ha venido tu jefe! ¿Cómo es que no te encuentras en primera fila? Mis periodistas siempre en primera fila.
Al momento se acercó, abriéndose paso, indeciso, un joven rubio con gafas de concha.
− Aquí estoy, señor Herlizer.
− Hazme la primera pregunta. La primera para el World.
− Señor Herlizer ¿es cierto que le van a nombrar doctor "honoris causa" por la universidad de Columbia? − preguntó Gould con voz que no le salía del cuerpo.
− Sí, hijo mío, me van a nombrar doctor por la universidad de Columbia − repitió con un trueno de voz Herlizer −. Mis buenos dólares me ha costado − y soltó una carcajada −. Pero eso no interesa a nadie. Ya se ve que te han destacado para preguntar a sabios astrónomos. Yo no soy un cabeza de huevo. Pregúntame algo hirviente, que pueda sorprender a los lectores. Sácame un titular – y miró con desdén al novato, como avergonzándose de tenerlo a sueldo.
− Señor Herlizer, soy Crane, del Sun.
− Te conozco viejo carcamal.
− ¿Para qué va a entrevistarse con Cleveland? − preguntó Crane.
− Para ver si, de una vez, se decide a atizarles a los españoles como se merecen. Con tres de nuestros barcos, arreglábamos las cosas. Están oprimiendo a un pueblo, el cubano, que quiere la libertad. Y ofendiendo, desde su absurda soberbia de potencia moribunda, a este pueblo noble y generoso que es el americano. Ahora acaban de detener a un patriota. Leed la última edición.
En ese momento, hizo un gesto a la secretaria que se hallaba a su izquierda, ésta le entregó un ejemplar del World. Extendió la portada ante los ojos de todos. En ella, con letras gigantes: “Marrero arrestado”. Herlizer continuó:
− Marrero, un luchador, un idealista que tuvo que refugiarse entre nosotros.
Don Juan quedó paralizado por la sorpresa. Cuando se repuso − tras extrañarse de que la detención del dinamitero la supieran los periódicos antes que la embajada −, intentó compartir su alegría con el marino. Pero éste clavaba la mirada en Herlizer y no le hizo caso. Pastorín alzó los hombros, se ajustó el sable de reglamento, encajó con fuerza en su cabeza el gorro de gala; al final, quedó en una posición rígida, similar a la de “presenten armas”. De repente, se dirigió hacia el grupo de periodistas, y le gritó a Herlizer:
− ¡Cerdo mentiroso! Marrero es un terrorista, un criminal que pone bombas para asesinar a inocentes. Ustedes le proporcionan las armas para que siga matando a mis compatriotas. Ha ofendido el honor de mi patria. Le desafío a duelo singular. Elija padrino y testigos.
Pastorín arrojó uno de sus guantes blancos a la cara de Herlizer. Éste no movió un músculo. Luego avanzó la cabeza hacia el marino, como si no terminara de creer lo que veía. Se recuperó, y dirigiéndose a los periodistas, vociferó:
− Mirad, amigos. Así resuelven los conflictos estos anticuados caballeros. Con guantes y sables.
Herlizer, enrojecido, miraba alternativamente al marino y al pistolero que le protegía. Luego, dirigiéndose sólo a Pastorín, bramó:
− ¡Váyase al diablo! ¿Cómo se atreve a desafiar a un ciudadano americano en su propio país? Lárguese antes de que Charlie se enfade y le meta el sable por el culo.
Pastorín bordeó la barrera de las secretarias, apartó de un manotazo uno de los grandes macetones que adornaban la escalera y se plantó delante de Herlizer. Éste retrocedió, pero no pudo detener el tremendo bofetón. Las secretarias gritaron. Charlie atacó a Pastorín. Trataba de agarrarlo. El marino, aunque le esquivaba con agilidad, perdió algunos botones dorados del uniforme. Don Juan, muy alterado, se acercó a las escaleras. Los periodistas murmuraron: “el embajador español”, y le abrieron paso. Uno de los mozos del hotel, que asistía embelesado al combate, escoltó a don Juan hacia el lugar de la pelea y se puso en cuclillas dispuesto a no perderse ni uno de los giros del acontecimiento. Herlizer trataba de escapar con sus dos secretarias. Don Juan le dijo a Pastorín, desde una distancia prudencial, alzando la voz, que se calmara, que no usara la violencia. El marino y el gorila seguían enzarzados haciéndose quiebros, asestándose golpes. Pastorín, menos robusto que Charlie, se escurría de las tarascadas que éste le lanzaba, tratando de llegar hasta donde estaba Herlizer. Don Juan, al fin, decidió intervenir y se interpuso entre ellos.
− Déjelo usted ya. Esto puede traer consecuencias políticas graves.
Cuando el pistolero vio a don Juan, uniformado y majestuoso, aplacar a Pastorín, se retiró hasta el lugar donde estaba su jefe y, cogiéndole de un brazo, le llevó hasta la puerta del hotel. El botones se acercó al marino y le entregó el guante blanco que había quedado tirado en el suelo. Los periodistas se dividieron. Gould y unos cuantos salieron detrás de Herlizer, los otros rodearon a los españoles.
Pestaña había leído ya el periódico; fue al Willard con la intención de informar al embajador. Al entrar en el vestíbulo, le vio rodeado de gente. Se acercó al grupo; después de unos forcejeos, logró ponerse al lado de don Juan. Le extendió la última edición del World Herald. Efectivamente, Marrero había sido detenido, junto a seis más, en Savannah. Lo nuevo era que el periódico animaba a los Estados Unidos a intervenir en Cuba. Antes de que los periodistas volvieran a la carga, don Juan, Pastorín y Pestaña salieron a paso rápido del hotel.
− Confío en la prudencia de Cleveland. Ante el resto de las naciones no podrá justificar una guerra sólo porque hemos reclamado la detención de un dinamitero – dijo don Juan a Pestaña, dentro del coche que a todo correr habían tomado.
− Pero los políticos lo que quieren es que les reelijan. Si la opinión presiona de manera irresistible, irán a la guerra. Y a la opinión la maneja ese canalla de Herlizer − reflexionó, sombrío, don Saturnino.
− Lo primero − propuso firme don Juan − es redactar una nota al World desmintiendo su sensacionalismo. Concederé entrevistas a quien me las pida, o las pediré yo mismo en los pocos periódicos serios que van quedando, pues hasta al New York Times lo veo desde hace unos días simpatizar con los rebeldes.
Llegaron a la embajada. Víctor, el criado, manoteaba, sacudía la cabeza, balbucía atropelladamente. Unos desconocidos habían apedreado las ventanas del despacho del embajador. Acababa de marcharse un grupo con carteles que decían: “Españoles asesinos”, “Justicia para Marrero”. Todos se sorprendieron por la rapidez de reacción del “pueblo americano”. Apenas hacía unas horas que había surgido la noticia, y ya un equipo de alborotadores se hallaba dispuesto para actuar.
Al día siguiente, hubo un "meeting" de indignación a favor de Marrero al que asistieron más de quinientas personas. Se lanzaron discursos encendidos contra España, llamaron “vieja estúpida” al Secretario de Estado.
Ese mismo día, Pestaña le entregó a don Juan una nota de Bayard. Lamentaba los incidentes y se disculpaba de que la prensa hubiera conocido la detención de Marrero antes que ellos. Lo peor era que la dinamita no aparecía por ninguna parte. Ni el cabecilla, ni los otros seis detenidos, reconocían que la hubiera. Protestaban airadamente y sus abogados iniciaban recursos contra la medida. Bayard decía que su gobierno sólo podía mantener los cargos por las pistolas y fusiles que les encontraron en la pensión de Savannah en donde fueron arrestados.
− Si hubieran encontrado la dinamita − dijo Pestaña −, tendrían muy difícil demostrar ante el mundo que ellos sólo apoyan a políticos y luchadores cabales, no a asesinos. ¿Quién miente aquí? ¿Mintió Ausubel? ¿Miente Bayard? ¿Se han preocupado los americanos de encontrarla? No han querido, con la detención cumplen – se contestó Pestaña a sí mismo, con pausada resignación.
Dos días después, en el bar del Willard, terminada la última sesión del congreso, don Juan y Pastorín tomaban un coñac comentando las incidencias, algunas chuscas, que habían ocurrido aquella tarde. Por ejemplo, los chinos propusieron a última hora que el cantonés fuera también lengua oficial, pues ellos eran el pueblo más numeroso de la tierra. Animados por el alcohol y el patriotismo, volvieron a lamentar la injusticia histórica de que la nación descubridora del Nuevo Mundo, la que dibujó las rutas de los mares, se viera relegada en favor de una estirpe de piratas y bebedores de ginebra. Cuando llegó la autocompasión a límites insoportables, el marino cambió de conversación.
− Llevo dos meses embarcado, en la más estricta cuaresma. Si no pruebo un poco de carne, me va a dar el escorbuto. ¿Conoce usted algún sitio respetable donde un astrónomo pueda solazarse?
− Sé lo que oigo a mis agregados − repuso don Juan −. Ellos hablan muy bien de la casa de Betty Louis. Dicen que es discreta, que tiene buenos muebles en los salones, comodidad en los dormitorios, cuartos con agua corriente y, ante todo, muchachas de gran calidad, muy limpias, revisadas cada semana por el médico de la casa, Mr. Hearp, al que conozco y que es más caro que el gas. Durante el tiempo que llevo aquí, he pensado en ir alguna vez, pero solo no me gusta aventurarme y con los mocetones de la embajada, me veo en una inferioridad ostensible. Así que mi cuaresma es parecida a la suya. También a mí me hostiga el aguijón de la carne.
Poco después, se detuvieron ante una casa de ladrillo rojo y ventanas góticas, no lejos del Mall, en un sitio que, sin ser céntrico, tampoco estaba fuera del Washington visitable. Iban sonrosados, los ojos brillantes, los puros despidiendo el humo azul de las locomotoras. Después de respirar hondo, don Juan, con aire de maduro inspector de policía en misión de control venéreo, golpeó el llamador. Un mayordomo negro entreabrió la puerta, examinó los uniformes respectivos y con voz sumisa, profesional, les dijo:
− Por aquí, señores.
Entraron en el amplio vestíbulo, presidido por una escalera central. A ambos lados, los salones. Uno, tapizado de verde oscuro, otro, de rosa cardenal. Se oían recias voces varoniles contrapunteadas por cálidos, y un poco roncos, susurros femeninos. Enseguida se presentó una mujer de mediana edad, traje gris perla y busto de estatua. Tenía una cara agradable, aunque marcada por las ojeras; iba sin maquillaje, con el pelo húmedo, como si acabara de bañarse. Su expresión dominante y tranquila daba a entender que se encontraba en horas de trabajo, que ella era la dueña y que no entraba en el lote. Les extendió con solicitud el brazo. Don Juan, al instante, tomó su mano y, arqueando con elegancia la espalda, se inclinó:
− Señora mía.
− Soy Betty Louis − dijo ella.
− Lo sabemos − intervino Pastorín cortante, para evitar cualquier dilación en las presentaciones.
Betty dudó si serían o no delegados del congreso astronómico. Llevaba atendiéndoles varios días. Era gente pacífica, muy distinta de la que acudía a la capital para las convenciones de ganaderos o de viajantes de paño. Tenían un aire ingenuo, despistado; algunos, hasta olían a tinta. No así aquellos dos caballeros. Betty notó que don Juan mostraba un poco de inquietud, como si temiera que le vieran allí, de modo que los pasó a su despacho. Para evitar encuentros embarazosos, tenía dispuesta esa habitación desde donde era posible inspeccionar los dos salones a través de una discreta celosía. Así, los indecisos veían sin ser vistos y tenían la oportunidad de elegir, a distancia, las muchachas deseadas. Entretanto, éstas conversaban con otros clientes, les ofrecían bebidas o simplemente se exhibían en los divanes. Vestidas con elegancia, si no fuera por la amplitud y profundidad de sus escotes, podrían pasar por damas en una velada de la "high life".
− Si ven algo que les guste, tiran del cordón y vendrá Noah. Él se encargará de llevarles a la chica a una habitación del primer piso, al que ustedes pueden subir por aquí − y les señaló, medio disimulada por una enorme planta, una escalera de caracol pintada de rojo.
Cuando les dejó Betty, Pastorín dio una rápida ojeada al salón verde; enseguida supo cuál sería su elección. No era muy alta; quizás, hasta un poco rellena, pero, incluso desde allí, se podía ver el azul morado de sus ojos, la cara pícara, la melena corta de rizos negros. Estaba recostada en un pequeño sofá, ofrecía su cuerpo, con húmeda indiferencia, al desconocido que la observaba detrás de la rejilla. Una bomba erótica, pensó, en términos bélicos, Pastorín.
Tiró del cordón y al instante se presentó Noah.
− Diga a la señorita de aquel diván que tendré el gusto de pasarla por las armas en breves momentos.
Noah no entendió la metáfora militar, pero supo que el marino había elegido a Susan. Antes de acompañar a Pastorín al piso de arriba, le preguntó a don Juan.
− ¿Ha elegido usted ya?
− Todavía no. Estoy calculando mi potencia de fuego.
Una vez que Noah y el marino salieron, don Juan se sirvió una copa de coñac, encendió otro puro y miró por la celosía. El salón se hallaba dividido en varias zonas de intimidad por muebles-jardinera con exhuberancia de plantas. Reconoció a algunos congresistas. Los delegados italianos Santori y Trono di Monte cortejaban en paralelo: arrodillados en apartados contiguos, ambos acercaban la barbilla a los escotes de sendas muchachas. Un alemán tristón, con mostachos de domador de fieras y mirada hundida, se había separado del grupo y medio dormitaba. Era el profesor Ritske, de Jena, especialista en estrellas dobles.
Don Juan se debatía en una serie de incertidumbres: “¿Subo a la habitación o me quedo en uno de los salones a verlas venir? Si decido subir, ¿intentaré la penetración o pediré algún trabajo menos comprometido? Y si me determino a penetrar, ¿podré o no podré? Con casi sesenta años, no siempre acude el perro a la llamada del amo”.
Estas elucubraciones se evaporaron de pronto. Betty Louis, desnuda del todo, apareció en el vano de la puerta del despacho con dos copas vacías de champán en una mano y una botella en la otra.
− Veo que no se decide − dijo con voz insinuante −. Quizás necesite observar más de cerca las bondades de esta casa.
Hizo un ligero movimiento voluptuoso adelantando el hombro izquierdo. Se acercó al embajador, le miró fijamente y puso una de las copas en su mano. Don Juan acusó el impacto. La oferta de ese cuerpo blanco, de carnes firmes, si bien no restallantes, el tono casi maternal con el que susurraba, le sacaron de todas sus vacilaciones. Aceptó la mano que ella le ofrecía y la siguió. Don Juan subía las escaleras no muy dueño de su voluntad, contento al fin de que Betty hubiera decidido por él. Contento, porque si fracasaba, iba a hacerlo ante una mujer madura, que sabría comprender mejor el deterioro inevitable del impulso.
Ya en el dormitorio, lo primero que atrajo la atención del embajador fue la cama: amplia, de alto dosel, vestida con colcha de flecos rosa, repleta de almohadones celestes. Destacaban, asimismo, un tocador isabelino y, en las paredes, varios retratos de presidentes de los Estados Unidos; entre ellos, uno de Abraham Lincoln que, con mirada severa, parecía fiscalizar todo lo que ocurría en la alcoba. Betty se aproximó a don Juan, comenzó a quitarle la ropa. Le invadió al embajador una plácida agitación. Podía contemplarse a sí mismo desde fuera, como si desnudaran a otro: a un viejo con vientre adelantado, bíceps flojos, pelo encanecido y una redondez abatida, general. Veía un cuerpo sostenido por piernas blancuzcas, espolones de carne cruda embutidos en un par de calcetines negros. Era consciente de la estampa que debía de ofrecer a un observador imparcial. No necesitaba deducirlo, por lo demás, pues en aquel momento podía contemplarse en el espejo del tocador. La comicidad de su apariencia, sin embargo, terminaba eclipsada por la confianza instintiva que le producía Betty. Se conducía de una manera que le evocaba a alguien muy familiar. ¿Acaso a su primera niñera, Visitación? Seguro que se trataba de ella. Suya debía de ser la reminiscencia benéfica que convertía aquella situación mercenaria en un cálido y humano encuentro. Cuando terminó de ser desnudado por Betty, don Juan pudo comprobar que su cuerpo le regalaba un firme argumento. De inmediato, tomó el control de la situación; pausada y deleitosamente, hizo feliz a Betty Louis. Luego, hablaron durante un buen rato de cierto resumen de sus vidas.
Era tarde. Don Juan, en el vestíbulo, se disponía a despedirse de Betty. Pastorín, precedido por una Susan risueña, bajaba las escaleras al tiempo que tarareaba aires marciales y pellizcaba a su palomita. Se dirigió a la dueña para pagar. Betty, digna y agradecida, rehusó el dinero.
− Ha sido para mí un placer atenderles. Invita la casa.
Pastorín miró a don Juan con el orgullo de un soldado que sabe que debe la victoria a la inteligencia de su general.
Al salir, una noche pura. En Washington, no se encendía apenas el alumbrado y como había luna menguante, los astros podían verse con todo su brillo. Eufórico, Pastorín inició el himno de Leopardi : “Che fai, luna, tu sola, in ciel...”
En el cruce de la calle Albany y la catorce, pasaron junto a un grupo de cuatro individuos con mala catadura, sentados en un banco en la oscuridad. A don Juan le subió el corazón a la garganta cuando el de facha más torva se acercó a pedirle fuego. Los otros tres se deslizaron por detrás con intención de rodearlos. Pastorín reaccionó con rapidez, de un salto subió al banco para dominar desde allí a todos. Con voz de trueno, de capitán que habla a una tripulación incompetente, les gritó:
− ¡Por mil barricas de oro…! Atrás, chusma inmunda. No molestéis a dos hombres, por una noche, felices.
Los individuos continuaron cercando al embajador, que permanecía inmóvil con la caja de cerillas en la mano. Entonces, Pastorín sacó un reluciente revólver negro y apuntando al que pedía fuego, saltó desde el banco y se puso delante de don Juan. Empezaron a retirarse despacio; el marino advirtió que al primero que se moviera le soltaba un tiro, y lo hizo con una voz como para convencer a cualquiera. Ya en lugar iluminado, cerca de la Casa Blanca, dejaron de preocuparse.
− En este país hay que ir armado, a ciertas horas y en ciertos sitios. Usted debería tener una pistola. Sobre todo, ahora con lo de Marrero. Aquí todo el mundo la tiene. Por cierto, ¿no se ha fijado en que había un coche en la acera de enfrente observando la escena?
− No me he fijado − contestó don Juan.
− Creo que iban por mí. No soy una compañía segura. Herlizer sabe a estas horas todo sobre un servidor. Yo no venía por aquí desde hace tiempo, me la tienen jurada por una faena de la pasada guerra, que otro día le contaré. Reconozco que ayer me señalé bastante con el cerdo del magnate. Ya no me podré mover con tranquilidad, así que debo abandonar Washington. Lo del Congreso era la tapadera perfecta, porque soy astrónomo. Pero, en fin, lo he echado todo a perder.
− ¿Entonces, no va a investigar el paradero de la dinamita?
− Claro, eso no puedo dejar de hacerlo. Tendré que ir a Cayo Hueso a husmear, a ver lo que me dice Quirós. De estar en algún sitio, será por allí. Sólo hay un sinvergüenza capaz de llevarla a Cuba y ése es Agüero. Bueno, por lo menos con la detención de Marrero tenemos más tiempo, hasta que recluten otra cuadrilla que lleve la dinamita a Cuba.

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