19. La dinamita


    Al día siguiente, a las nueve de la mañana, quince patrullas entraron en otras tantas escuelas. Los soldados, acompañados por perros, registraron a fondo las modestas viviendas, en general, regidas por monjitas o por padres salesianos. No encontraron nada. Los segundos quince colegios empezaron a registrarse sobre las diez y media. Pastorín había visitado tres, pero no encontró más que chavales somnolientos, tocas y bonetes. Iba vestido como un comerciante peninsular. Detrás, repartidos en parejas por las aceras, le seguían ocho policías de paisano.
Llegó a una casa con ventanas enrejadas y postigos azules: el número 16 de la calle Picota. En un pequeño letrero ponía: “Escuela de San José”. Pastorín se acercó al portal y oyó un monótono recitado infantil. Entró en el zaguán con aire de viajero curioso; le asaltó un denso olor a lapicero, a sudor, a pizarra borrada con saliva. Pudo ver, en el cuarto de la izquierda, las nucas rapadas y los uniformes rayados de los niños. Una joven con vestido gris salió de la habitación de la derecha. La acompañaba un pequeño que, al ver a Pastorín, se sobresaltó, arrimándose asustado a las faldas de ella. Ambos esperaron a recibir explicaciones.
− Discúlpeme, señorita. Pero esta escuela se parece mucho a la mía, allá en España. No he podido resistirme a los recuerdos – dijo Pastorín con una entonación tan veraz que enseguida se despejó toda inquietud en la frente de la muchacha. Ella siguió su camino tirando del niño como si fuera a lavarlo con urgencia.
Avanzó Pastorín por el pasillo con las manos en la espalda y la barbilla levantada. Miró la pizarra de la clase; en ella, pintada con tiza, aparecía una fortaleza medieval erguida sobre una alta peña, con el rastrillo levantado, el pendón al viento y, dentro de él, un triángulo con la estrella solitaria. En letras gigantes figuraba la leyenda: “Dios, Razón y Derecho”. Los niños hundían sus cabezas en las tareas o en el sueño. Por donde antes había desaparecido la muchacha, salía ahora un joven de aspecto meticuloso, con perilla y pelo ensortijado.
− Buenos días, ¿es usted el maestro? − preguntó amable Pastorín.
El joven no mostró inquietud alguna:
− Desbravador de zagales, diría yo.
− ¿Y los desbrava pintándoles castillos con el lema de Maceo y la bandera separatista?
El maestro heló su sonrisa. Pastorín dio un agudo silbido de cabrero; al instante, llegaron los agentes. El joven hizo ademán de entrar en la clase, pero Pastorín le cogió con fuerza del brazo.
− Estamos buscando explosivos.
− No sé de qué me habla.
Pastorín sacó el revólver y se lo puso en la bragueta al maestro.
− Voy a contar hasta diez.
El joven quedó rígido. Sin abrir los labios, movía la nuez como si su garganta hablara para adentro. Pastorín terminó de contar, pero el maestro seguía inmóvil. El marino montó el revólver. Entonces, de una puerta lateral salió la muchacha que, corriendo, fue a abrazarse al joven.
− No le haga nada. Lo que buscan está en el sótano. No asusten a los niños, yo les llevaré.
Dos agentes esposaron al maestro. Ella entró en la clase seguida por Pastorín y los demás policías. Los niños vieron la comitiva y, dando un fuerte tabletazo con los asientos, se pusieron en pie todos de golpe. La maestra subió a la tarima, les dijo que se fueran a sus casas. Los chiquillos recogieron las carpetas y huyeron en estampida. La joven abrió el cajón de la mesa, sacó un monedero. Salieron a un patio lleno de macetas; la maestra apartó tres geranios y dejó al descubierto una trampilla. Cogió una llave del monedero, abrió el candado y levantó la chapa. Comenzaron a bajar al sótano. Ya desde los primeros peldaños Pastorín notó un intenso olor a manzanas. La maestra sacó del monedero una caja de cerillas: "Necesitamos luz". Pastorín oyó el primer rascado fallido. Al instante, la cogió del cuello con una mano y le quitó la caja con la otra.
− ¡Quiere que volemos todos juntos! – le dijo, jadeando, al agente que iba detrás de él.
La joven comenzó a chillar.
− ¡Asesinos…! ¡Viva Cuba Libre!
Pastorín le retorció el brazo hasta que cambió el grito patriótico por otro de dolor.
− ¡La dinamita, mala bicha!
La joven quedó muda un momento, luego siguió gritando vivas a Cuba. Dos policías se la llevaron arriba. Pastorín mandó despejar la escalera para que entrara claridad. Bajó un perro; el animal no lo dudó, fue directo a escarbar en una alfombra de paja donde maduraban cientos de manzanas.
− ¡Debajo de las manzanas! − gritó Pastorín.
Un agente, con mucho cuidado, levantó un poco de paja y vio los sacos.

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