12. Newport


    Desde el séptimo piso del hotel Labrador, en Newport, podía distinguir don Juan, allá abajo, en el suelo, cuatro figurillas dentro de un rectángulo de tierra que se desplazaban a saltos hacia una línea blanca, avanzando y retrocediendo, mientras daban bastonazos al aire. En la cancha de tenis, su sobrino Juanito se agitaba más que los otros. Fijó la vista en el mar destellante de aquel día limpio de verano. “¿Quién aguanta en Washington con el bochorno? El mar, gran separador. Mi familia no quiere venir; sí mis hijos. Carmencita, seguro. Tengo ganas de verla. Pero entonces vendrá mi mujer. Se acabaría la libertad… Le debo a Santiso, de Baena, dos mil reales, y tres mil al padre de Juanito. ¿Cuándo se venderá El Alamillo? Aquella barca quieta en el horizonte ¿a dónde irá? Esa luz que rebota en los pañuelillos blancos que alza el viento ¿qué hace aquí? No tengo dinero, ni esperanza, ni astucia, ni capacidad para conseguirlo. Hay que quitar esa Biblia de la mesilla de noche. Van a venir dentro de poco las limpiadoras para arreglar la habitación. Ya las oigo cerca. No entrarán, si yo no quiero. Colocaré el "don´t disturb". Estoy contento con Catalina aquí. Me rejuvenece. Extravagante, sí, pero joven, sensible. No debo tocarla, mis manos de viejo temblarían".
El hotel organizó por la noche un baile de disfraces. Don Juan condescendió a ponerse antifaz por no desentonar, pero le apretaba demasiado y estaba deseando quitárselo. Acompañada por el general Grant, apareció Catalina. Iba disfrazada “a la marquise”, con peluca blanca, lunar en la mejilla y labios de cereza. Don Juan la veía en el extremo de la gran mesa, rodeada por dorados candelabros, copas cristalinas, criados dieciochescos... Mientras tomaban con sus grupos respectivos algo de aquí o de allá, se fueron acercando hasta que estuvieron al lado. Don Juan reparó en el gran escote. Salvo las piernas el día del yoga, sólo conocía su cuerpo vestido de invierno en la calle o, dentro de los salones, con blusas cerradas al cuello. Aquella noche, coronada por una diadema de brillantes, llevaba un vestido de terciopelo oscuro, sujeto en la cintura por un gran broche a la antigua que lanzaba reflejos acaramelados sobre sus espléndidos pechos. Espléndidos. No se le ocurría otro nombre. Es decir, justos, llenos, tersos, palpitantes. Los libros, los poemas, la naturaleza, pero nunca aquella carne blanca y suave. Los ojos de ella, como siempre, fijos en don Juan con insistencia.
− El embajador de España, presidente…− dijo Catalina con formalidad.
Grant, con la barba canosa, vivaces los ojos protegidos por cejas hirsutas, campechano, le dio un cálido apretón de manos:
− Tenía muchas ganas de conocerle. Algunos amigos míos también.
Don Juan pensó que aludía a la hermandad belicista y se puso en guardia. Pero el general no continuó por ese camino, habló un poco con Catalina sobre su caballo Alabastro y después los dejó solos.
− ¿Por qué le llamas "presidente"?
− Todo el mundo lo hace, hasta Cleveland. No puedes imaginar otra cosa: un héroe de la guerra civil, dos veces presidente, todavía con energía y metido en grandes empresas... – Catalina se interrumpió un instante, dudó, y continuó –... que quizás no te beneficien. Se rumorea que tiene cáncer. Pero ahí está. Cuidado con el gran hombre. No hace mucho fue a ver a mi padre. Delante de mí, dijo que Cleveland debía mandar a Cuba los destructores y reconocer diplomáticamente al Comité Revolucionario como legítimo representante del pueblo cubano.
− ¿Y qué contestó tu padre?
− Que no hay "casus belli", que tendría que esperar a que los republicanos ganaran las elecciones, si quería una guerra.
Catalina no siguió con la conversación. Estuvieron un rato callados. Luego, salieron a la terraza ante una noche serena, olorosa, densa de estrellas. Se sentaron en un velador. Catalina posaba sobre él sus ojos cálidos mientras sonaba la música y les servían deliciosos cócteles de ron. La orquesta del hotel inició un vals. Ella se levantó, se alisó el traje, cogió de la mano a don Juan y le condujo hasta la pista de baile. El embajador − la barbilla alzada, los brazos altos − sostenía a Catalina mostrándola, luciéndola, y ella giraba, ligera como una pluma, en los brazos del hombre maduro. Don Juan compuso cara de bondadosa sonrisa, como si bailara con su hija. Se miraban con fijeza a los ojos; los de él, negros, hundidos en la cueva de la experiencia; los de ella, azulgrises y rendidos.
Volvieron a sentarse cuando acabó la pieza. Catalina miró hacia arriba doblando el cuello hasta que su nuca tocó el respaldo de la silla.
− ¡Qué noche! ¡Cómo brilla Vega! ¡Siento por mis venas una corriente de electricidad que podría encender todas las farolas de esta ciudad!
− De modo que ya has conseguido los poderes – dijo don Juan en tono de chanza.
Sólo en ciertos momentos, como éste de ahora. Pero todavía me falta mucho camino.
Catalina miraba la copa de licor, doblaba la servilleta, parecía estar muy lejos de allí. Por un instante, don Juan no dominaba la escena, otra presencia gravitaba sobre la frente de ella.
− La tierra es un cuerpo magnético – siguió con voz distante –, está cargada de electricidad positiva. Los cuerpos humanos y todos los objetos materiales tienen electricidad negativa, por eso generamos de forma continua una corriente contraria a la de la tierra, la que hoy me sobra, la que vibra a mi alrededor.
Catalina se incorporó un poco en la silla. Puso su brazo sobre el velador de mármol:
− ¿Ves cómo tengo erizado el pelo?
− Sí, aunque creo que de electricidad saben más los físicos que esos teósofos a los que tú lees.
− No tengo ganas de discutir. Tu escepticismo ha hecho que se vengan abajo − suspiró ella, mientras miraba el pelo de su brazo ya aplacado por completo.
− Los viejos siempre establecemos comparaciones, pero tú no le pareces a ninguna.
− ¿Qué me ves de raro?, ¿tengo poco pecho?, ¿pienso demasiado en ti?
− No es rareza, ni nada físico. Me agrada que pienses en mí, que te preocupes por quien nadie se preocupa.
− ¿Entonces?
− No quiero halagarte. Mañana te espera un duro compromiso.
− Ganaré.
Junto a la pista, Juanito presumía de la doma andaluza. Intentó coger las bridas del caballo de Victoria para hacer una demostración. Ella no le dejó, siguió hablando con don Juan y con Catalina. Ésta, vestida de amazona, le hacía mimos a Alabastro, palmeaba su cuello, aspiraba el olor de sus crines. A don Juan se dirigía con tono cálido, pero a distancia sideral de la ternura con la que hablaba al purasangre; sin embargo, durante un momento se fijó en él con la misma mirada cargada de amor que acababa de posar en su caballo. Don Juan, sin darse cuenta, adoptó con la cabeza el mismo arqueo comprensivo que el equino. La brisa del mar ondeaba las banderas. El olor a bosta, los perfumes de las damas, los sombreros floreados, los resoplidos roncos de los animales... Don Juan miraba embobado e inquieto a Catalina. Sabía que era una magnífica amazona. Alabastro un caballo fiero, sí, pero noble y domado por la obstinada voluntad de su dueña. Observó la pista. Los obstáculos, a los que él ni con una escalera osaría encaramarse, vistos al nivel del suelo parecían muros insalvables. No podía existir animal alguno capaz de elevarse sobre ellos, extenderse, caer y seguir corriendo. Los megáfonos anunciaron el comienzo de la competición. Juanito cruzó las manos y se las ofreció a Victoria para que subiera a su caballo. Don Juan quiso hacer lo propio, pero Catalina dio un brinco y montó encima de Alabastro, que alzaba la cabeza, se encrespaba y sentía el desafío. Ella rebotaba sobre la silla al paso gallardo del animal. Árboles, muros, céspedes, esquinas... y el amigo elemental, robusto, serio, conduciéndola con su fuerza esbelta.
Don Juan y todos los demás se dirigieron a las tribunas. Clover Adamslarga la nariz, pequeño el sombrero, de negro abrió la carrera. Saltaba con elegancia, pero perdiendo tiempo entre cada obstáculo. Derribó dos palos. Aplausos. Victoria saltó el primero, perdió el sombrero en el segundo, derribó en el sexto; todo a muy buen ritmo. Juanito brincaba en las tribunas. Le llegó el turno a Catalina. Alabastro tomó carrera, con suavidad rebasó el primero, pasó el segundo, no dudó en el triple, superó la ría sin tocar agua, dio la vuelta, encaró el paredón y se elevó sin que su panza rozara los bloques. Otro triple, y el final. No hubo derribos. Vítores. Don Juan, con el puro en la boca, aplaudía inflamado. Catalina saludaba con la mano a la tribuna. Entonces, Alabastro dio un brinco inesperado, ella perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la grupa; no llegó al suelo porque pudo agarrarse a la cola del caballo, pero la espuela se le había enganchado en el estribo, y quedó de lado, inclinada hacia la derecha, a punto de caer sobre la pista. Alabastro siguió corriendo unos diez metros. Catalina hizo varios intentos de torcer el tobillo para sacar el pie del estribo, al final lo consiguió. Como no pudo, desde su posición, erguirse sobre la grupa, dejó de agarrarse a la cola y cayó al suelo. Don Juan, lívido, con el corazón desbocado, se dirigió hacia la pista. Allí, los mozos trataban de levantarla. Cuando pudo incorporarse, un poco aturdida, fue junto a Alabastro y le acarició la frente: “no tienes la culpa, yo te he fallado”. Miró a don Juan con intensidad. No había pasado nada. Dos enfermeros del club la llevaron en camilla a una carpa levantada sobre lanzas azules. Don Juan les siguió. No le dejaron entrar. Victoria sí pudo y, poco después, aparecía entre las cortinas con cara alegre. “Sólo un esguince en el tobillo. El pie inmóvil tres semanas”.
Al día siguiente, don Juan trató de ver a Catalina. Subió al piso quince, a la habitación 422. La doncella le dijo que no estaba arreglada y que volviera por la tarde.
Don Juan se puso hecho un Medoro. Tomó un baño para calmar los nervios, para estar bien limpio y oloroso. Se afeitó más a contrapelo que nunca, eliminó todo olor a cigarro con polvos de la Sociedad Higiénica y elixir odontálgico del doctor Pelletier, echó en el pañuelo esencia triple de violetas de Mister Bagley y, en fin, se atildó como Gerineldos cuando fue por la noche en busca de la Infantina.
Ella estaba recostada sobre dos grandes almohadones apoyados en el cabecero de la cama. Sus ojos tenían una lánguida dulzura con cierta viveza y resplandor temerosos.
− Estoy horrible, no sé como he dejado que subas.
− Estás muy guapa − dijo don Juan, entregándole un ramo de camelias.
− Te agradezco las flores.
Catalina se puso pálida y, al instante, colorada. Miraba el ramillete, lo olía. Arrancó la camelia más encendida y se la colocó sobre el pecho. Don Juan se sentó al pie de la cama.
Catalina le tiró un pétalo de la flor, despidiéndolo de sí con un capirotazo.
− Así empieza a enamorarse don José de la gitana en la novela de Merimée − observó don Juan.
− Acércate. Tengo una curiosidad.
Él se sentó en la cabecera. Catalina cogió la bujía de la mesita de noche.
− No sé si son negros o verdes.
Escrutó los ojos de don Juan. Éste se quitó las gafas para que los viera mejor y miró también hondo en los de ella, en silencio, de forma implacable, sostenida. Catalina hizo como que se adormecía.
− Me magnetizas, me voy a dormir. ¿Sabrás despertarme?
− No – contestó don Juan, en tono inocente.
Pues entonces, por Dios, no me mires.
Obedeció él con humildad y dejó de mirarla; se separó de la cama, se hundió en un sillón, suspiró, quedó quieto y callado. Catalina se incorporó entonces, le miró con ojos tan cariñosos y provocativos, que don Juan se levantó − alígero, acucioso − y la besó, la estrujó, la mordió, como si tuviese el diablo en el cuerpo. Ella no opuso resistencia, unió y apretó su boca contra la de don Juan, le besó mil veces los ojos, le acarició y enredó el pelo con sus temblorosas manos.
Todo fue muy breve. Sally llamó a la puerta, traía un telegrama. Catalina lo abrió.
− Es de mi madre, la costilla fea me llama otra vez. El mes de julio es suyo, siempre se las arregla. Dice que, como estoy inválida, debo dejar Newport para que nos cuiden a las dos en Wilmington.
Catalina sacó de la mesilla de noche una fotografía.
Tómala, me la ha hecho Clover. Como me quiere, me ha sacado bastante bien.

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